La guerra de los poderosos y sus víctimas sin
rostro
Él
lidia con mi alma: diario dobla la carne que está dentro y expone mi alma a la
luz; seguramente ha visto muchas almas en el transcurso
de su vida laboral; pero el
cuidado de las almas no parece haber dejado
más huella en él que el
cuidado de los corazones deja en un cirujano
J.M. Coetzee
(Waiting for the Barbarians)
Françoise Roy
Dicen
que cuando el poeta Mallarmé se enteró de que el sol algún día se extinguiría,
aunque faltaba eones para que esto sucediera, sufrió una larga depresión. La sola
idea de que la civilización se extinguiera —aunque fuera platónica, pues ni él
ni nadie vivo en su época jamás presenciarían el ocaso de nuestro sistema
solar— le parecía intolerable. El hilo de la Historia es justamente
eso: cuidar la vida, honrar las creaciones del ser humano, el acervo material e
inmaterial que conforma nuestra memoria colectiva, histórica, y que va mucho
más allá de lo anecdóticas que son la mayoría de las existencias individuales. Si
nuestro papel como humanos es ser un engrane en la gran empresa de
mantenimiento de lo vivo, del desarrollo de la civilización, ¿cómo ser
indiferentes o ciegos ante las estadísticas de violencia que arroja hoy día la
vida social en México? Como Javier Sicilia bien lo apuntó en su carta abierta a
políticos y criminales, ninguna de las cifras de nota roja—que poco a poco nos
van pareciendo normales porque relatan eventos cotidianos— sería alcanzable si
no existiera amplia complicidad entre grupos delictivos y el tejido político,
los grupos de poder, las instituciones que (recordémoslos) deberían ser los
guardianes de ese hilo del que Mallarmé tanto temía la desaparición. Simple,
matemáticamente, números tan espeluznantes —que hablan de un ninguneo monumental
de la vida junto con sus creaciones más excelsas— no serían posible sin un
caldo de cultivo que permita su maligna reproducción, exponencial por si las
puras cantidades fueran poco.
Se
dice fácil, 40,000 muertos en un sexenio, y los poderosos quieren apaciguar los
gritos cada vez más articulados de los que Sicilia (por circunstancias tan
trágicas y tan personales) es uno de los depositarios morales, con el argumento
tendencioso de que son “bajas entre criminales”. ¿Cuántos inocentes habrá entre
ellos? ¿Alguien —aparte de valiosos grupos de activistas que tiñen fuentes de
rojo y recuerdan con carteles de siluetas tamaño natural a los que estuvieron
en el lugar equivocado en el momento equivocado— se ha dado la molestia de
contarlos, defenderlos, levantarles una lápida con algún epitafio, aunque sea
simbólico? ¿Quién les dará justicia si no hay estado de derecho? ¿Cuántos más cadáveres
están disueltos en ácido, desmembrados, enterrados en fosas comunes,
desaparecidos? ¿Cuántos fueron borrados del mapa porque no tienen existencia
legal en un país donde algunos agentes de migración hacen su agosto
“vendiéndolos” a grupos armados hasta los dientes que se dedican al robo, al
secuestro, a la extorsión, a la venta de lo peor que ha producido el ser
humano, a la tortura, a la compra de silencio?
Si
uno se pone a pensar que esa cifra —de por sí espeluznante— es apenas la punta
del iceberg, que la cifra real supera la de los países que se debaten por
sobrevivir entre conflictos armados declarados como Afganistán, Irak o Sudán, ¡cómo
se les puede acusar de “antipatriótico” —como lo han hecho algunos que juegan a
las vírgenes ofendidas— a los objetores de conciencia como Sicilia! ¿Qué
significa el patriotismo, más allá de saludar una bandera con un gesto mientras
uno canta desafinadamente un himno? El amor a un país, un terruño, una
tradición, una colectividad, pasa por la indignación (que nace del deseo de ver
ese lugar florecer, y no fenecer, como está sucediendo ahora), no por la
ceguera y el silencio fruto de complicidad o comodidad. Para subsanar algo, hay
que reconocer primero que ese algo está enfermo. Ése es el triste y honroso papel
que le ha tocado a Javier Sicilia, entre muchos otros que han arriesgado sus
vidas para denunciar, y lo han hecho desde un profundo amor por este país cuyo
tejido social está desgarrado. Quien niegue este desgarramiento debería ir a
pasar un día en las zonas de más conflicto, donde la gente vive bajo toque de
queda de facto, donde negocio que no
esté incendiado no lo está porque paga “la cuota mensual”, donde algunas carreteras
ya han merecido apodos como “autopista de la muerte”, donde algunas zonas del
país, controladas por los Zetas o cárteles, se llaman ya “el triángulo de las
Bermudas” porque ahí te desaparecen sin que dejes rastro. Geográficamente, estamos
hablando casi de la mitad del territorio mexicano. ¿Hacía falta que tocaran al
hijo de un intelectual, de un poeta, para que hubiera una investigación seria,
para que se buscara y castigara a los responsables de un crimen a raíz de un
asesinato, en un país donde las morgues no dan abasto?
La
primera guerra que se debió haber librado no era contra grupo criminales que
nos presentan como “ajenos” a los intereses dominantes de la clase política
(cuántas campañas electorales no están financiadas por dinero sucio), bancaria
(cuánto dinero no se lava y quién se beneficia de ello, incluso en los países
ricos), empresarial (cuántos vehículos de lujo no se venden y cuántas armas no son
producidas y vendidas para permitir tanta actividad criminal), aduanal (cuántos
se hacen de la vista gorda por miedo, complicidad o afán de lucro, a lo largo
de la inmensa frontera que separa primer y tercer mundo en el río Bravo?). No,
la primera guerra que debió haberse librado era en contra del cáncer de la
corrupción, que ha carcomido a las instituciones de ese país hasta el aserrín.
La primera lucha (que se nutre desde hace quinientos años de pobreza, impunidad,
“fuero” para el poderoso, desigualdad, racismo, discriminación e injusticia) era
la única que podía desactivar la segunda, y no al revés. La equivocación en el
orden cronológico de esas dos luchas es justamente lo que ha hundido el país y producido miles
de desplazados, una lista necrológica que da vergüenza; es lo que ha arrojado
estas estadísticas de país en guerra que a escala nacional empeoran día con día.
Sin la primera lucha (la ética, la que señala Sicilia), la otra —la oficial, la
que se bautizó “guerra al crimen organizado”— no es más que pantalla de humo,
circo mediático, espectáculo para dar cara de civilidad en la comunidad
internacional, intento desesperado por ser políticamente correcto en un mundo
de bienpensantes. Sin embargo, por muy fingida y muy mascarada que sea, esta mal
o bien llamada “guerra” sí deja muertos muy muertos y que no se levantarán
cuando acabe la función.
En
su novela La edad de hierro, el premio
Nóbel de Literatura J.M. Coetzee dice que los muertos por injusticia, por la
ineptitud humana y sus sistemas corruptos, están fundidos en hierro. Uno quiere
enterrarlos profundo para no recordarlos, pero hace falta un taconazo para que
sus rostros emerjan a la luz, porque yacen justo debajo de la superficie y la delgada
capa de tierra que los recubre no basta para ocultarlos mucho tiempo. No puedo
sino simpatizar con la antorcha que voluntariamente ha tomado Javier Sicilia,
con su sueño de un México donde uno deje de ser partícipe del zoe, “la vida
no protegida, la vida de un animal, de un ser que puede ser violentado,
secuestrado, vejado y asesinado impunemente”. Y como él, creo que ese
sueño no se cumplirá en la indiferencia, con las patéticas grillas de curul,
con hacerse de la vista gorda y dar discursitos demagógicos donde se vierten
disculpas pusilánimes para salir del paso, como lo han hecho muchas autoridades
hasta ahora. Tal vez deberíamos recordarles a esos demagogos del mea culpa fingido esas palabras de
Beaudelaire: “Lo que la boca se acostumbra a decir, el corazón se acostumbra a
creerlo”. Sicilia y su lucha somos todos, porque nadie en este país, ni siquiera
quien recibe mordidas, quién calla a cambio de favores, está a salvo de la
barbarie, aun menos quien la fomenta.
El
silencio (como el que anuncia Sicilia acerca de su propio quehacer, no poético
—pues la poesía es el tejido mismo de la vida— sino escritural) es una
respuesta; la palabra, otra, igual de válida. Para expresar mi indignación y la
de todos los que simpatizan con el movimiento cívico echado a andar por Javier
Sicilia y centenares de otros activistas, le dejo la palabra a una gran poeta
de mi tierra, aunque como lo apuntó el mismo Sicilia en su carta abierta,
tratar de entablar comunicación con quien
podría empezar a remediar la situación parezca un diálogo de sordo: quienes
han permitido que lleguemos colectivamente a esta situación lastimosa, efectivamente, “no
saben de poesía”. Junto con los vejados, las víctimas de esa guerra absurda y
fallida, me pregunto “quién busca a tientas el rostro oscuro del
conocimiento, mientras sube el día y el corazón sólo tiene la ternura de las
lágrimas como único recurso”, como dice un verso del poema “Navidad” de Anne Hébert, gran poeta quebequense
fallecida en el 2000.
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