Anne Hébert: una transsubstanciación
de la palabra en otros lares
Hace poco, Ahmad Yacoub,
un amigo mío que además de ser palestino es poeta, me pedía, desesperado por
tener a su esposa e hijos atrapados en Gaza bajo intensos bombardeos israelíes,
que le ayudara rezándole al ángel de la poesía. Si no hubiera sido por respeto
—dada la inerrable tragedia que él y su familia estaban viviendo— le hubiera
contestado que se había equivocado de ángel, que le convenía más uno cabalmente
guerrero, más bravo que el posible protector de los versos, uno que estuviese
armado con espadas flamígeras, una suerte de justiciero exterminador, no un ser
inofensivo cuyas amuniciones son simples palabras. ¿Qué huella podría dejar en
este mundo el ángel de la poesía, de existir uno? Incontables veces me he
preguntado, si no es por vil locura, las razones por las cuales uno, en una
sociedad hipermediatizada y dominada por los fríos imperativos del mercado y
del consumismo a ultranza, quiera dedicar su vida a una empresa tan fútil como
puede serlo la poesía, y más aun, a su estudio y difusión. Si el poeta tiene el
gozo del posible reconocimiento a su obra como agasajo para su ego y si su eventual
inscripción en los dédalos de la posteridad puede ser un motivo de escritura per se, el que como Willebaldo Herrera da
a conocer la obra de una poeta en un lugar donde es prácticamente desconocida
carece, a priori, de todo incentivo
para hacerlo, salvo la embriaguez gratuita que proporciona la belleza. Es
irónico que quien haya dicho que “la belleza es el esplendor de la verdad”, sea
justamente quien expulsó a los poetas de su república ideal, quien los ahuyentó
como a una horda de leprosos mancillando un mundo idóneo. Y no menos irónico resulta
ser que el autor de una obra que —dicen los que saben árabe—, deslumbra por su
belleza, se haya pronunciado
claramente a desfavor de los poetas, ésos que en la Arabia antigua eran, sin
embargo, el epítome de la elocuencia. ¿No dice acaso la azora 36 del Corán, en
el versículo 69: “No le hemos enseñado [a Mahoma] poesía, que no convenía a su
misión”?Y por si fuera poco, el libro sagrado de los árabes remata luego diciendo
esto: “En cuanto a los poetas, sólo los siguen los extraviados, ¿no ves que
braman en todo el valle y que dicen lo que no hacen?”
Es, pues, embriagados
por la belleza de la palabra —“extraviados” como diría el profeta Mahoma— que
Willebaldo Herrera y yo nos embarcamos en esa aventura literaria cuyo eje es la
obra de la escritora canadiense Anne Hébert. Mi papel ahí fue de más humilde:
en mi extravío, en mi amor por la belleza, me limité a darle a conocer a
Willebaldo los poemas de Hébert, y él quedo inoculado por esa veneno, esa agua
vulneraria, ese suero misterioso que suelta en nosotros el dardo de la poesía.
La autora misma nos habla de esa revelación en estos versos que de alguna
manera signan toda su obra, y cito:
“Conocimiento sobre las plazas abiertas, el árbol de la palabra
arroja
sombra
en el silencio quemado de ira.
Quien dice su resentimiento siente
su corazón en el costado como
arma
fresca,
Quien nombra el fuego, lo mira que
se mueve enfrente, todo en flor,
como
zarza de vida
El jardín será muy grande, bajo
altas maestrías de aguas y de bosques, muy en
tierra, muy en
soplo, y todas las hojas legibles en el viento,
Quien dice viento, quien dice río,
ve la tierra arrodillarse,
Quien denuncia las fechorías de los
antepasados y la angustia cultivada
en
las ventanas de las mujeres, igual que una acedera púrpura,
Recobra la fuerza de sus brazos y
el juramento de fidelidad de su alegría entre
sus
dedos ya quietos,
Quien pronuncia claramente la
palabra magia y lava a chorros las
piedras
sagradas, desata el carnero y el cordero, condena la flor
del
sacrificio en el flanco del sacerdote y de los esclavos.
El
libro que se presenta hoy es la culminación de esa chispa que nació en el
maestro Herrera al leer la poesía prístina de Anne Hébert, que si bien en
Canadá y en el mundo de la poesía francófona no necesitaba presentación, sí la
necesitaba en Latinoamérica. Por la política editorial de quien tiene los
derechos de la obra de Hébert en Francia, su poesía en traducción difícilmente
podrá circular íntegramente y ser editada en español. De ahí la importancia de
que un ensayista con tal erudición haya rescatado a esta poeta canadiense de
las tinieblas que imponen a veces políticas mercantiles poco afines a los
quehaceres del verso. Y digo “tinieblas” no porque la obra aludida haya sido
olvidada sino porque una espada de Damocles está blandida sobre su traducción.
El libro de Willebaldo Herrera casi peca de
minucioso. Todo en él remite a los numerosos entresijos que esconde la obra de
Hébert. Uno de ellos, claramente rescatado en el estudio de ese bien titulado Jardín de la Reina, es la relación
—personal y literaria — de Hébert con otra gran figura de la literatura
quebequense, su primo Hector de Saint-Denys Garneau. Representante de un
modernismo tal que su obra fue el blanco de un ninguneo motivado enteramente por
la incomprensión y no por su falta de calidad, Saint-Denys Garneau fue el principal
mentor de Hébert. Las malas lenguas cuentan de una relación incestuosa entre
ambos, que hubiera derivado en un aborto. No importa si esto es cierto o no. Lo
que importa aquí es la huella que un poeta, muerto en su juventud y ninguneado
por la crítica de su época, dejó en otra creadora. Como no podríamos hablar de
literatura quebequense sin mencionar a Saint-Denys Garneau, tampoco podríamos
hacerlo sin explayarnos sobre la prosa y la poesía de Anne Hébert, nacida
en Sainte-Catherine-de-Fossambault, cerca de la ciudad de Quebec, en 1916. Su
obra, ampliamente aclamada por la crítica como una de las más profundas de la
literatura canadiense contemporánea, abarca todos los géneros: novela, cuento,
teatro, ensayo y poesía. Hébert empezó a publicar a finales de los años treinta,
y sus escritos, que ostentaban cierta crudeza aunada a un gran lirismo,
causaron revuelo en la sociedad puritana que los vio nacer. Después de haber
ganado el premio Athanase David en
1942, Hébert sorprende con la publicación,
en 1953, de su poemario Le tombeau des
Rois (La tumba de los Reyes), que la colocó entre las mejores poetas de
lengua francesa. Ese poemario y otro titulado Mystère de la parole (Misterio de la Palabra), reunidos en un
solo libro, recibieron en 1960 el premio del Gobernador General, el más
prestigiado del país en el rubro de las artes.
Como lo subraya
el libro de ensayos del maestro Herrera, un rasgo de pérdida primigenia
atraviesa toda la obra de Anne Hébert. Hay ahí una herida de separación que
sólo el amor, elevado a su más alta expresión y en el que media la palabra como
entidad salvadora, puede al fin mitigar. El
jardín de la reina, libro escrito con la mente afilada por una navaja de rasurar
y con el corazón en la mano, da cuento de ello con gran elocuencia. Como
Herrera mismo lo apunta, la obra de Hébert aborda una gran variedad de temas:
la huella indeleble que imprime la geografía de un lugar en la vida de uno, una
cosmogonía universal donde priva la
mitología griega, las representaciones simbólicas de la creación del mundo, los
misterios de la infancia, el destino común a los seres humanos, el amor hallado
y perdido, la magia del lenguaje, así como ciertas temáticas sociales relativas
a la libertad, la justicia y la igualdad, los tres grandes ejes de la Revolución Francesa.
El jardín de la reina es un libro
apasionado, que no por apasionado resulta falto de profundidad. Después de una
extensa investigación sobre la obra y vida de Hébert, Willebaldo Herrera las coloca
acertadamente en el contexto cultural y lingüístico en el que se acuñaron, como
se acuña una moneda. No hay que olvidar aquí las condiciones sociales que
imperaban en el Québec de aquel entonces, y que Hébert reproduce fielmente en
su obra narrativa: yugo religioso, papel de las mujeres como reproductoras y
pilares del hogar, amores prohibidos por la moral católica, familias encargadas
de mantener la pureza de la fe y cuyas historias —las más de las veces
sombrías— se desenvuelven a menudo sobre un telón de fondo invernal donde el
bosque y el agua son omnipresentes. Todos los arquetipos femeninos cobran vida
en la obra de esta gran escritora: la amante adúltera, la madre sacrificada, la
sirvienta, la religiosa que sublima su sexualidad al servicio de la fe, la
mujer que enfrenta un embarazo no deseado. Todas las variantes de Eva, madre
espiritual de la progenie, encuentran un destino a su medida en la prosa o los
versos de esta reina dueña de un jardín hecho de palabras.
Al rememorar el quehacer creativo de Hébert, recordamos
que la provincia de Québec —enclave francófono, de extracción católica,
engarzado en un continente norteamericano angloparlante y protestante— nos pone
frente a una doble paradoja. La ideología y las peculiares circunstancias
históricas (específicamente, el movimiento de independencia de Estados Unidos)
que permitieron la sobrevivencia de las comunidades de habla francesa en
América del Norte en un tiempo en que todos los pueblos conquistados tendían a
ser asimilados, también son las mismas que retrasaron la emergencia de una vida
cultural activa, libre y autónoma, entre los descendientes de la Nueva Francia, esos
“latinos del Norte”. Cabe recordar que a principios del siglo XX, la sociedad
quebequense era predominantemente rural, conservadora, presa del yugo cultural
de sus vecinos de habla inglesa. Los habitantes de esta isla de habla francesa
perdida en un mar de habla inglesa vivían bajo la sombra de sus propios compatriotas angloparlantes,
que tenían el dominio económico del país. La época en la que empezó a escribir
Anne Hébert es recordada por muchos críticos quebequenses como la Gran Oscuridad.
Para liberarse de esa camisa de fuerza, un grupo de artistas, inspirándose en
las ideas del pintor Paul-Émile Borduas, redacta y publica, en 1948, un
manifiesto revolucionario llamado Refus global (Rechazo Global),
precursor de una gran conmoción ideológica y nacionalista. En efecto, en los
años sesenta, bajo las embestidas de la modernidad y sus valores centrados en
el individuo, la llamada bella provincia emprende un viaje de cambio
cultural y político tan vertiginoso que se le bautizó la “Revolución
Tranquila”: “revolución” porque en una sola generación una sociedad ultra
conservadora se torna posmoderna, y “tranquila” porque no se derrama una sola
gota de sangre en el proceso. Si bien se ha reseñado de sobras el parte aguas
que fue Refus Global en la construcción de una identidad nacional
basada, de entonces en adelante, en la lengua (una lengua por demás fuertemente
minoritaria en el extenso solar norteamericano), poco se ha dicho sobre la
participación de las mujeres en ese trastrueque ideológico trascendental. Y si
hay una figura femenina digna de ser recordada en esa conmoción cultural y
artística que inició el Rechazo global y desembocó hacia la Revolución Tranquila
—paradoja de paradojas, pues cómo una revolución puede darse con el corazón
calmo?— es la de Anne Hébert.
Willebaldo Herrera entendió de sobra lo que el protagonista de la novela Disgrace, de J.M Coetzee, un profesor de poesía, dice acerca de ese género artístico del que opinaba la misma Hébert yacía en la misma entraña de todo arte. Cito a David Lurie, el personaje de Coetzee: But in my experience Poetry speaks to you either at first sight or not at all. A flash of revelation and a flash of response. Like lightning. Like falling in love (Pero en mi experiencia, ya sea que la Poesía te habla a primera vista, ya sea que no te dice nada. El fucilazo de una revelación y el fucilazo de la respuesta. Como el relámpago. Como enamorarse). El jardín de la reina, por su sensibilidad, su agudeza, la minuciosa investigación que le dio lugar, reboza de esa chispa a la que alude David Lurie. En cada página del libro se trasluce la epifanía de un lector atento y culto como Willebaldo Herrera frente a una poética, frente a una obra que pugna por ser recordada y estudiada.
Seamos, pues, extraviados como le decía Mahoma a los
versificadores. Seamos alcanzados por el rayo, como dice David Lurie en Disgrace. Recémosle al ángel de la
poesía que no puede salvar a las víctimas de la guerra, pero sí puede mitigar
nuestra soledad en un mundo humano que sin arte sería carente de belleza.
Leamos las palabras sabias de Willebaldo Herrera sobre una gran poeta
simbolista que hoy, desde la invisibilidad, desde el otro lado de esa tela
porosa o impenetrable que nos separa del reino de los muertos, casi hace su
debut en México en este necesario libro de ensayos. Qué más nos queda sino
darle a esta voz quebequense excepcional la oportunidad, aquí en esta hermosa
ciudad de Tlaxcala, de recitarnos este poema escrito del puño y letra de una
poeta cuya poética Willebaldo Herrera supo captar tan lúcida y atinadamente.
Mystère de la parole
Dans un pays tranquille nous avons reçu la passion du monde,
épée nue sur nos deux mains posée
Notre cœur ignorait le jour lorsque le feu nous fut ainsi remis,
et sa lumière creusa l’ombre de nos traits
C’était avant tout faiblesse, la charité était seule devançant la
crainte et la pudeur
Elle inventait l’univers dans la justice première et nous avions
part à cette vocation dans l’extrême vitalité de notre amour
La vie et la mort en nous reçurent droit d’asile, se regardèrent
avec des yeux aveugles, se touchèrent avec des mains précises
Des flèches d’odeur nous atteignirent, nous liant à la terre
comme des blessures en des noces excessives
Ô saisons, rivière, aulnes et fougères, feuilles, fleurs, bois
mouillé, herbes bleues, tout notre avoir saigne son parfum,
bête odorante à notre flanc
Les couleurs et les sons nous visitèrent en masse et par petits
groupes foudroyant, tandis que le songe doublait notre
enchantement comme l’orage cerne le bleu de l’œil innocent
La joie se mit à crier, jeune accouché à l’odeur sauvagine
sous les joncs. Le printemps délivré fut si beau qu’il nous prit
le cœur avec une seule main
Les trois coups de la création du monde sonnèrent à nos
oreilles, rendus pareils aux battements de notre sang
En un seul éblouissement l’instant fut. Son éclair nous passa
sur la face et nous reçûmes mission du feu et de la brûlure
Silence, ni ne bouge, ni ne dit, la parole se fonde, soulève
notre cœur, saisit le monde en un seul geste d’orage, nous
colle à son aurore comme l’écorce à son fruit
Toute la terre vivace, la forêt à notre droite, la ville profonde
à notre gauche, en plein centre du verbe, nous avançons à la
pointe du monde
Fronts bouclés où croupit le silence en toisons musquées,
toutes grimaces, vieilles têtes, joues d’enfants, amours, rides,
joies, deuils, créatures, créatures, langues de feu au solstice de
la terre
Ô mes frères les plus noirs, toutes fêtes gravées en secret ;
poitrines humaines, calebasses musiciennes où s’exaspèrent
des voix captives
Que celui qui a reçu fonction de la parole vous prenne en
charge comme un cœur ténébreux de surcroît, et n’ait de cesse
que soient justifiés les vivants et les morts en un seul chant
parmi l’aube et les herbes.
Misterio de la palabra
En un país tranquilo recibimos la
pasión del mundo,
alfanje expuesto posado sobre
nuestras dos manos
Nuestro corazón desconocía el día
cuando el fuego nos fue así entregado,
y su luz trazó un surco en la
sombra de nuestras facciones
Era ante todo flaqueza, la caridad
estaba sola adelantándose al
miedo y al pudor
Inventaba el universo en la
justicia primera y éramos
partícipes de esta vocación en la
extrema vitalidad de nuestro amor
La vida y la muerte en nosotros
recibieron derecho de asilo, se miraron
con ojos ciegos, se tocaron con
manos precisas
Nos alcanzaron las flechas de olor,
atándonos a la tierra
como heridas en nupcias excesivas
Oh estaciones, río, alisos y
helechos, hojas, flores, madera
mojada, hierbas azules, todo
nuestro haber sangra su perfume,
bestia olorosa en nuestro flanco
Los colores y los sonidos nos
visitaron en tropel, en pequeños
grupos fulminantes, mientras que el
sueño duplicaba nuestro
encanto como la tempestad cierne el
azul del ojo inocente
La alegría se puso a gritar, joven
parturienta de olor salvajino
bajo los juncos. La primavera
liberada fue tan hermosa que nos tomó
el corazón con una sola mano
Los tres golpes de la creación del
mundo repicaron en nuestros
oídos, iguales a los latidos de
nuestra sangre
En un solo deslumbrar se hizo el
instante. Su relámpago nos recorrió
el rostro y recibimos la misión del
fuego y de la quemadura
Silencio, ni se mueve, ni dice
nada, se funda la palabra, levanta
nuestro corazón para asir el mundo
en un solo gesto de tormenta, nos
adhiere a su aurora como al fruto
la corteza
Toda la tierra vivaz, el bosque a
nuestra derecha, la profunda ciudad
a nuestra izquierda, en pleno
centro del verbo, avanzamos en la
punta del mundo
Frentes de cabellos ensortijados
donde se corrompe el silencio en pelambres almizclados, todas las muecas,
viejas cabezas, mejillas de niño, amores, arrugas, alegrías, duelos, criaturas,
criaturas, lenguas de fuego en el solsticio de la tierra
Oh hermanos míos los más negros,
todas las fiestas grabadas en secreto ;
pechos humanos, calabazas de música
donde se exasperan voces cautivas
De ustedes se haga cargo quien
recibió la función del habla, como un corazón por añadidura tenebroso, y no se
detenga hasta que sean justificados los vivos y los muertos en un solo canto
entre el alba y las hierbas
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