martes, 9 de septiembre de 2014

Poesía de Quebec



LA POESIA QUEBEQUENSE, UNA POESIA DE LA IDENTIDAD

            Es imposible hablar de literatura quebequense sin antes abordar el asunto de la cultura que le sirvió de crisol. En pocos lugares del mundo la lengua ha sido un vehículo de identidad tan importante como lo ha sido en Quebec. Ello se debe a la muy peculiar situación histórica que vivió el pueblo quebequense desde la llegada de los franceses a Norteamérica en el siglo 16. Asimismo, podríamos hablar de una literatura que se gestó en un ambiente de contingencia, un entorno cultural y lingüístico muy hostil a la expresión de una identidad propia.
            Cabe esbozar, pues, un retrato a grandes rasgos de lo que fue ese aislamiento cultural. El sentimiento marcado de alteridad que engendró culminó en el movimiento nacionalista quebequense del siglo veinte, cuyas raíces lejanas se remontan a las primeras épocas de la Conquista. Si no entendemos en nuestra reseña histórica que el fait français en América del Norte se da bajo el signo de la sobrevivencia, no tendremos sino una visión parcial de la trayectoria de la literatura que le sirve de aliciente.
            Para entender lo que significa ser un enclave cultural, cabe recordar que la Nueva Francia (hoy la provincia de Quebec) pasó a manos de la Corona Británica en 1769. Por el viento de insurrección que soplaba en aquel entonces en el país vecino de Nueva Inglaterra, los ingleses decidieron seguir una política lingüística y religiosa de no asimilación, para no azuzar los posibles ardores "nacionalistas" de sus conquistados de habla francesa. Así fue que hasta los años 1940, la sociedad quebequense se desarrolló bajo el lema de "Dios (entiéndase ‘catolicismo’), familia, patria", y esos tres grandes ejes moldearon profundamente su cultura.
            Los dos siglos posteriores a la guerra que perdió Francia frente a Inglaterra vieron desarrollarse (o, más bien, sobrevivir) una sociedad mayoritariamente rural, cuyos valores muy conservadores prevalecieron hasta mediados del siglo veinte. El dominio de la Iglesia en una nación asediada por el peso de la cultura anglosajona no favoreció el auge de las Letras en Quebec. Sin embargo, unos cambios importantes se iban gestando, cambios que culminaron en un viento de libertad destinado a transformar profundamente el arte contemporáneo en la sociedad quebequense.
            Afín al personaje de Arthur Rimbaud por su precocidad, surge a principios del siglo viente un poeta mayor, Émile Nelligan, cuya obra genial fue segada por décadas de encierro por causa de "locura". En la época de Nelligan, apenas se estaba formando una conciencia más articulada de lo que significaba vivir y escribir en francés en Norteamérica. No fue hasta 1948 cuando un grupo de jóvenes artistas firmaron el manifiesto llamado Refus Global ("Rechazo Global") que establecía las bases de un claro nacionalismo francófono y subrayaba la importancia de una libertad artística basada en la alteridad cultural. En la década de los 60 sobreviene la llamada Revolución Tranquila, un movimiento político y social que marcó el giro definitivo de Quebec hacia una sociedad urbana, educada, laica y pluralista.
            Por carecer de una larga tradición literaria, y por su condición sociolinguística minoritaria, la literatura contemporánea de Quebec ha sido ora experimental, ora rebelde, mecanismo y manifestación de sobrevivencia cultural. Desde las raíces francesas clásicas, aparece a veces como una construcción sintácticamente muy novedosa. Los versos de sus poetas se gestaron en un clima adverso y una geografía de la vastedad: son a menudo habitados por la nieve, por el invierno interminable de aquellas latitudes, por los bosques, los ríos, la lluvia y, de menos hasta mediados del siglo 20, los ritos religiosos de una sociedad rural. 
            Podemos hablar de Émile Nelligan como del precursor de la poesía moderna en Quebec. Nelligan, nacido en Montreal en 1879 y muerto en 1941, le dio a la poesía quebequense una proyección y una manera de ser  hasta entonces casi desconocidas. Los poetas malditos del siglo 19 —en particular Beaudelaire que éste reconoce como su maestro, jugaron un papel fundamental en la formación literaria de Nelligan. El poeta, hoy reconocido como patrón de los poetas en Quebec, asimiló tendencias parnasianas y simbolistas, pero por la intensidad lírica de sus versos y la tragedia personal de su ser desgarrado por la melancolía (que lo llevará incidentemente a décadas de encierro en un manicomio), logrará producir una obra que rebasa por mucho sus orígenes. Como lo expresa acertadamente el crítico Antonio Urrello, "la fugaz evasión hacia un mundo de ensueño es una de sus más cercanas posibilidades y también uno de los motivos que estructuran poéticamente a su obra. [ ...] Su cultivo de la forma, su tendencia a la imagen simbolista y su ilimitada tendencia hacia el sentimiento profundo y el ensueño breve y tierno van a convertirse en coordenadas imperantes en su poesía".
            Nelligan abrió, aunque su obra careciera de referencias locales o históricas propia de su solar natal, la puerta de par en par, para que se gestara, posteriormente, la obra de otros cuatro poetas fundadores de las letras quebequenses. Esos mismos esbozarán un quehacer literario nuevo, en un idioma que hablan apenas siete de los doscientos sesenta millones de personas que viven en América del Norte. Se trata de Hector Saint-Denys Garneau, Alain Grandbois, Anne Hébert y Rina Lasnier.
            Si la obra de Nelligan tiene matices marcadamente personales, si expresa su doloroso mal de l'âme —que yo traduciría por "dolor existencial"—, la de Saint-Denys Garneau (1912-1943) es la primera que asume una postura colectiva. Ese giro de lo íntimo o confesional a lo universal (que en mi opinión la crítica literaria ha deslindado de más como dos ejes antagónicos) se da pese a que el tema de la soledad sea recurrente en la poesía de Saint-Denys Garneau. Hay una clara añoranza, un "estar solo y despojado" en el que el poeta no puede alcanzar la plenitud del ser. Esa imposibilidad es patente en varios de sus poemas, entre los que destaca el siguiente:

MI CORAZON ESTA PIEDRA

Mi corazón esta piedra que pesa sobre mí
Mi corazón petrificado por esta tregua estéril
Y la mirada volcada hacia el fuego de la ciudad
Y el afán tardío de extinguidas penas
Y los clamores desatados hacia países imposibles

Ponte tu abrigo peregrino sin esperanza
Pon tu abrigo contra tus huesos
Dobla tus desordenados brazos de abandonadas felicidades
Lleva el abrigo de tu pobreza
Contra tus huesos
Y por centro el racismo seco de tu corazón
Deja ya que otro suavice la piel
                        (Versión de Antonio Urrello)

            Saint-Denys Garneau abrió una brecha inaudita entre tradición y renovación en las Letras quebequenses, que no fue reconocida en pleno sino póstumamente. Murió joven, ignorado o menospreciado por la crítia de su época. Una prueba más de la arbitrariedad de los prestigios que se dan a veces en el mundo del arte, y de que el tiempo es un sabio que miente menos que el presente. Otra contribución de Saint-Denys Garneau fue indirecta, pero catalizadora: el alentar a su prima, Anne Hébert, a ahondar en la creación literaria, con el sorprendente e ilustre resultado que conocen todos los quebequenses.
            Anne Hébert es una escritora total: fue varias veces galardonada a escala nacional e internacional por su quehacer novelístico, ensayístico, cuentístico y poético, sin olvidar que brindó importantes contribuciones a la dramaturgia.
            Contemporáneo de Anne Hébert, Alain Grandbois (1900-1975) traza una senda de capital importancia en las Letras modernas de la provincia de Quebec. El crítico Guy Robert dijo que "con Grandbois y Anne Hébert, la poesía de Quebec se libera de sus inhibiciones esterilizantes, de sus complejos tradicionales, [y] el poeta eleva la voz hasta llegar hasta la profecía. El espacio, después de haber sido decoración y ambiente, se convierte en proyecto; el tiempo, después de haber sido conjugado en pasado y presente, se hace futuro [...]; al lado de los "maestros franceses", habrá ya maestros de Quebec. "
            Dicha aseveración, huelga decirlo, no sólo es muy acertada, sino que da fe que los cambios que se iban gestando para que se creara una institución llamada literatura quebequense. La formación de pensadores "criollos" (aunque el término se refiera específicamente a Latinoamérica) ha sido de suma importancia en el surgimiento de un "nosotros" quebequense. Cabe recordar, para ello, que después de la Conquista del territorio por los ingleses que colonizaron paulatina y firmemente el resto del país, el peso económico, cultural y lingüístico del conquistador fue erradicando poco a poco el uso del francés fuera de la provincia de Quebec (a excepción de pequeños enclaves de habla francesa en las provincias aledañas de Ontario y Nuevo Brunswick, así como de la más lejana provincia de Manitoba, de donde surgirá una importante escritora de habla francesa, Gabrielle Roy).
            El cordón umbilical con la madre patria, Francia, fue cortado violentamente cuando la corona francesa perdió la guerra contra los ingleses en el marco de los conflictos europeos que recibieron el elegante nombre de “Guerra de siete años”. Aquí no hubo movimiento de "liberación", sino un pueblo de conquistadores conquistados, situación única en su género. Con la derrota que se signó en 1769, el flujo de inmigración de Francia a Quebec (principalmente de las regiones de Bretaña y Normandia, al noroeste de Francia, cuyas raíces son celtas más que latinas) se detuvo casi por completo. De ahí la gran cantidad de arcaísmos que surcan la lengua, aun actual, del Quebec. De ahí su acento cantado, sus sonidos nasales, sus diptongos peculiares y su pronunciación abierta de las vocales, únicos en la fonética del francés moderno.
            La lejanía de la patria de origen fue a la vez bendición y maldición para las Letras del Quebec. Forzó el obligado surgimiento de una voz propia. Develó una veta patriótica sustentada por una lengua que estaba siempre —aunque fuese sutilmente— amenazada de desaparición frente a la masiva infiltración del inglés como lengua vernácula. A esa asimilación latente, hay que añadir la concentración de la riqueza del país del lado angloparlante, hoy en día ampliamente superada. Es a la relativa debilidad de los nexos que unían el francés norteamericano con el europeo que debemos la originalidad de la literatura francocanadiense.
            Para regresar a Grandbois, basta decir que este bardo cantó infatigablemente los aspectos variopintos de su tierra natal, aunque fue un verdadero ciudadano del mundo, un peregrino que recorrió Europa y Asia y vivió momentos de extrema efervescencia histórica en distintos puntos del mapamundi. El amor y la muerte aparecen en su obra como polos antagónicos. La necesidad de recordar y de olvidar se plantean asimismo como extremos del péndulo sobre el que articulará su poesía. Cabe señalar asimismo el elemento profético que abarca toda la obra de Alain Grandbois, manifiesto en el siguiente poema:

EL SILENCIO

Tierra de estrellas humilladas
¡Oh tierra! ¡Oh tierra!
Tu rostro mata el corazón
con sus paisajes derrotados

Pero basta quizás
¡Oh tierra!
De hollar suavemente tu rostro
Con dedos de inocencia
Con dedos de sol
Con dedos de amor
Entonces todas las músicas
Han surgido de un solo instante
Entonces todas las amadas osamentas
Todos aquéllos que nos han liberado
Sus afines violines
Han iniciado el canto
Sin lamentos ni llantos
                        (Versión de Antonio Urrello)

              Si el paso del tiempo es un tema fundamental en la obra de Grandbois, la soledad, el arisco aislamiento que puede conducir a la enajenación, son los ejes temáticos de la primera poesía de Anne Hébert. Aquí no hay un fervor nacionalista patente o incluso latente, lo que no es de sorprender dado el hecho de que esta escritora vivió la mayor parte de su vida adulta en Francia y que regresó a Montreal en su vejez, cercana a la muerte. Hay, sin embargo, en la poesia de Hébert, un rasgo de pérdida primigenia que atraviesa toda su obra, una herida de separación que sólo el amor, elevado a su más alta expresión, puede mitigar. Una sola lectura del extraordinario poema "Misterio de la Palabra" bastará para rendir cuentas de la misión poética de Anne Hébert.

MISTERIO DE LA PALABRA

En un país tranquilo hemos recibido la pasión del mundo,
espada desnuda sobre nuestras dos  manos posada

Nuestro corazón desconocía el día cuando el fuego nos fue así entregado,
y su luz hizo un surco en la sombra de nuestros rasgos

Era ante todo flaqueza, la caridad estaba sola adelantándose al
miedo y al pudor

Inventaba el universo en la justicia primera y éramos
partícipes de esta vocación en la extrema vitalidad de nuestro amor

La vida y la muerte en nosotros recibieron derecho de asilo, se miraron
con ojos ciegos, se tocaron con manos precisas

Unas flechas de olor nos alcanzaron, atándonos a la tierra
como heridas en nupcias excesivas

Oh estaciones, río, alisos y helechos, hojas, flores, madera
mojada, hierbas azules, todo nuestro haber sangra su perfume,
bestia olorosa en nuestro flanco

Los colores y los sonidos nos visitaron en tropel y en pequeños
grupos fulminantes, mientras que el sueño duplicaba nuestro
encanto como la tormenta eléctrica cierne el azul del ojo inocente

La alegría se puso a gritar, joven parturienta de olor salvagino
bajo los juncos. La primavera liberada fue tan hermosa que nos tomó
el corazón con una sola mano

Los tres golpes de la creación del mundo repicaron en nuestros
oídos, vueltos iguales a los latidos de nuestra sangre

En un solo deslumbrar se hizo el instante. Su relámpago nos recorrió
el rostro y recibimos la misión del fuego y de la quemadura.

Silencio, ni se mueve, ni dice nada, se funda la palabra, levanta
nuestro corazón para asir el mundo en un solo gesto de tormenta, nos
adhiere a su aurora como la corteza al fruto

Toda la tierra vivaz, el bosque a nuestra derecha, la profunda ciudad
a nuestra izquierda, en pleno centro del verbo, avanzamos en la
punta del mundo

Frentes de cabellos ensortijados donde se corrompe el silencio en pelambres                                                                                                                               almizclados,
todas las muecas, viejas cabezas, mejillas de niño, amores, arrugas,
alegrías, duelos, criaturas, criaturas, lenguas de fuego en el solsticio de
la tierra

Oh hermanos míos los más negros, todas las fiestas gravadas en secreto ;
pechos humanos, calabazas que son músicas y donde se exasperan
voces cautivas                  

Que el que recibió la función del habla los tome a su cargo como un corazón por añadidura tenebroso, y no pare hasta que sean justificados los vivos y los muertos en un solo canto entre el alba y las hierbas.
                                   (Versión de Françoise Roy, tomado del poemario Poèmes)

            Otra poeta importante en ese devenir como nación, en ese paso de lo tradicional a la modernidad, es Rina Lasnier, nacida en 1915. Su poesía tiene un sello muy personal desde sus primeras publicaciones. Los temas de vertiente bíblica y el tono didáctico del principio fueron dando lugar en esta singular poeta a una áspera búsqueda metafísica. Hay en su obra una recurrente tensión que yo llamaría "vertical", un ir y venir de lo espiritual a lo terrenal, del sentimiento al intelecto, de lo material a lo inefable. Además, Lasnier cantó el amor con una sensibilidad muy femenina que fue decisiva en la formación de la identidad feminista posterior a la "Revolución Tranquila".
            El rigor y la inhospitalidad del clima canadiense habitan la poesía de Lasnier como la lluvia y el mar de Isla Negra habitaron la de Neruda. En el poema que aparece a continuación, el refinamiento lírico se da por el uso de "canadianismos", como lo sería la palabra bordages (orillas de nieve en los ríos), o por el uso de neologismos y arcaísmos de la lengua francesa como alentissement (disminución de velocidad) o silenciaire (etimológicamente, que convoca o impone el silencio). Un ejemplo de la tensión latente arriba mencionada, una tensión que se despliega a menudo entrelazada con la geografía muy particular de los paisajes de la tierra natal, sería el siguiente poema:

OFICIO DEL MÁS NOBLE

Nieve, oficio lento del más noble tiempo,
del tiempo de nevar de los grandes ríos alzando el suelo
y la comarca así remonta entre sus blancas orillas
para entrar en la primacía del tiempo de escucha;
palidez de la carne que toca el hueso por doquier,
palidez de la sangre en este dulce huracán de la inocencia.
He aquí la tierra en su vasta vestidura vistosa,
he aquí el espíritu en el extremo exilio del conocimiento.
Nieves, palabras en mantillas de ensueño que aminoran el paso,
sin imagen como el mar, y sin escritura como los cielos;
fuegos primigenios que encallan  por la gravedad de la nieve
como una exultación en la frescura de la lucidez.
La tierra es un sembradío de trigo sarraceno sin olor,
una inmortalidad de la realeza subida hasta las rodillas
- tan estrecha la apuesta de Dios bajo sus muertos. -
Lenta nieve, lluvia poblada de mariposas muertas
para el reposo de los párpados que cubren islas de fuego,
trashumancia de la luz que busca una encarnación
como un amor que toca la superficie y la marea de las manos.

Estación que convoca lo silente, lo invisible es un leve caricia,
el poder de las palmas en la caída noble del signo
y en fin Dios brilla en aquel oro íntimo para el espíritu.
                                   (versión de Françoise Roy,
                                   tomado del poemario   L'arbre blanc (1960)

            Otros poetas de este siglo tuvieron una contribución digna de ser mencionada, por supuesto, como lo es Gaston Miron, que algunos críticos han comparado con la figura de Jaime Sabines en México. Podemos mencionar asimismo a Gatien Lapointe o Jean-Marie Lapointe que ya forman parte de los clásicos. Miron, un poeta más sensitivo que hermético, supo llegar a amplios sectores de la población. Pero ninguno de los poetas ulteriores escapa a la influencia que ejercieron esos cuatro poetas fundadores del siglo XX en el Canadá de habla francesa: Saint-Denys Garneau, Grandbois, Hébert y Lasnier.
            A manera de conclusión, no podemos hablar del quehacer literario quebequense sin aludir al viento independentista ("soberanista" como lo llaman en Quebec actualmente) que recorrió la provincia en la segunda mitad del siglo veinte. Como acontecer histórico, se trata de una cuestión todavía muy vigente, apenas pasado el umbral del nuevo milenio, un asunto que, además, tiene a la población quebequense profundamente dividida. El asunto de la autonomía política de la provincia, de su ser otro frente al resto de Canadá no puede sino inmiscuirse, aunque sea indirectamente, en la literatura de Quebec tomada en su conjunto.
            La abertura al mundo, la riqueza de la sociedad quebequense actual y el nivel de vida relativamente alto de su población han favorecido importantes flujos migratorios procedentes de países tercermundistas. Aquello, inevitablemente, habrá de cambiar el futuro rostro sociocultural de una provincia que había vivido aislada del mundo durante cuatro siglos, encerrada en un catolicismo férreo y una lengua arcaizante. Nada es más ilustrativo de ese cambio que la lucha encarnizada y reciente por hacer del francés —mediante decretos y leyes severamente criticadas por la minoría angloparlante (que representa por mucho la mayoría a escala nacional)— la única lengua oficial en Quebec. El futuro dirá cómo la literatura —instrumento de cambio, espejo y testigo del orbe histórico y ahistórico/atemporal/universal (según el caso)— responde a este nuevo desafío.
            Es indudable que la lengua siempre ha jugado un papel fundamental en las culturas "amenazadas"; es menester reconocerlo antes de abordar el fenómeno del escritor en Quebec. Las Letras quebequenses proceden de un país muy joven; cabe recordar que no hubo grandes maestros nacionales hasta las postrimerías del siglo antepasado. Y si la sobrevivencia del idioma francés en América del Norte parece ya asegurada, las grandes cuestiones existenciales que pretende resolver o reflejar la literatura como quehacer humano siguen en pie, como es el caso en todos los países de la Tierra.

Mohsen Emadi in a nutshell



Mohsen Emadi in a nutshell

by Françoise Roy

I met Iranian writer and translator Moshen Emadi in September 2013, at a literary festival in the northern Mexican state of Chihuahua. He stroke me as a well-read but simple, well-mannered, easy-going and modest person, personality attributes that do a fair albeit deceiving job at hiding his huge talent as a poet and his fiery world vision.
Later that night, we shared a reading table, and I did not hear him read but show a video he himself made, based on a striking poem about the fate of bicycles when the villagers mounting them are all killed in civil war. It was not his voice on that video clip with the verses of his poem as subtitles, but that of a Spanish female poet. The direct impact of the images and Emadi’s heart-wrenching poetry truly captivated the audience. Later that week, I heard him read in Persian and I would be lying if I said I did not shed a tear, although the Mexican reader had not read the Spanish translation of the Farsi original yet. The beauty of foreign sounds, the life commitment I could sense in his words, his masterful use of language, all oozed through his poem, although I had no idea what the words meant. This is about as close as you get to magic.
I am in awe of the lyrical forcefulness of Mohsen’s poems. Nobel Prize winner J.M. Coetzee writes in one of his novels: But in my experience Poetry speaks to you either at first sight or not at all. A flash of revelation and a flash of response. Like lightning. Like falling in love. Mohsen Emadi is therefore a highly-gifted poet because that is exactly what he does to his readers: he strikes them like a bolt of thunder.
I am familiar with one of his poetry collection, in its Spanish and now English version, titled Visible como el aire, legible como la muerte. His life —made of warfare in his homeland, environmental activism, intense and loyal friendships, love (only someone who has loved intensely can write like that), exile, banishment, protest against censorship and religious dogmatism— is like a word loom made expressly for poetry.  Not a peaceful ride through green meadows, that is true. But isn’t poetry a born foe of ease, subservience and self-indulgence? Expect no easy ride if you want to dive into Mohsen Emadi’s poetry.
Mohsen Emadi has a unique way to knit or sew together, without the reader noticing the stitches, grave social and political concerns together with a very intimate love tale that unfolds like a black, white and red fabric over the reader’s face, a veil through which you feel more than see. I use these three colors because I believe they best describe Mohsen Emadi’s prowess at a craft in which he is capable of squeezing blood from stones, of providing both the kiss and the dagger.  

Éros et Thanatos, le dieu aux deux visages



 

Éros et Thanatos : le dieu aux deux visages 


Françoise Roy

In memoriam, Susana Sanromán Ortiz
À mon amie Susana (1957-2005), décédée le 4 avril 2005, ses derniers jours s’étant écoulés dans l’éblouissante lumière printanière de Lagos de Moreno, au Mexique, après une lutte de 15 ans contre le lupus et l’insuffisance rénale, et dont le courage et la passion ont prévalu tant dans la vie que dans la mort.

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Le mythe grec d’Hadès, seigneur des Enfers, est bien antérieur à la découverte, en 1930, de la dernière planète de notre système solaire portant son nom latinisé, Pluton. Sans pour autant chercher à justifier ou dénigrer les tenants de l’astrologie moderne qui s’est développée après la découverte astronomique des planètes trans-saturniennes, il est  fascinant de voir quels symboles et archétypes ont été attribués à ce corps céleste que l’on a baptisé du nom romain du dieu de la mort, et qui signe l’appartenance astrologique à la constellation du Scorpion. Tout ce qui touche aux profondeurs tombe sous la maîtrise de cette déité dont le mythe disait que nul ne pouvait le regarder sous peine de mourir d’épouvante, et qu’il portait un casque, le kynée, le rendant invisible hors du monde souterrain, en analogie avec son goût pour les choses cachées, le secret, ce qui ne doit pas être vu. Être visible dans la noirceur et invisible à la lumière du jour est une belle métaphore pour décrire l’infranchissable distance entre les morts et les vivants.
Divinité liée à l'instinctivité, les pulsions, les obsessions, les fantasmes et les peurs archaïques, les mutations et transmutations, les transformations, les processus de renaissance et régénération, la magie et le pouvoir occulte, Pluton était déjà considéré au temps des Grecs comme une force maléfique, quoique, au début, il semble avoir été associé aux moissons, qu’il protégeait en tant que déité bienfaisante. Son nom de baptême latin est d’ailleurs la contraction de Ploutodotes, « celui qui distribue les richesses ». Il y a donc trois volets à la signification mythique de Pluton : ce qui est caché, ce qui a trait aux pouvoirs profonds, et la dyade naissance-mort, cet inséparable duo que les Grecs ont assigné, bien à propos, à une seule et même divinité. Ce duo fait d’ailleurs du tombeau un miroir inverse de l’utérus, récipient ou le corps entreprend un processus opposé à celui de sa formation, c’est-à-dire la désagrégation.
L’inconscient, les sciences occultes, le mystère, les tabous, les phobies, la subversion, la coercition, les voies tortueuses et complexes, les secrets, la vie sexuelle, ce qui est tapi sous la surface en attendant d’être révélé ou exposé à la vue, relèvent du premier volet. La deuxième facette de Pluton englobe les pouvoirs qui prennent naissance dans le noir ou dans les enfers symboliques de l’existence : épuration, crime, compulsions, tout ce qui tient des pulsions viscérales, du magnétisme, des forces chtoniennes et des actes passionnels, dont l’enlèvement (il suffit de se souvenir du rapt de Perséphone par Hadès, l’événement clé du mythe plutonien), la destruction et le terrorisme. Mais les ravages plutoniens ne sont pas ceux de Mars-Arès, qui tuait par amusement ou par impulsivité ; l’image la plus fidèle de la dévastation plutonienne est celle d’une maison dont les fondations sont très lentement rongées par les termites; le solage vermoulu fait un jour s’effondrer la demeure tout entière, mais cette action subversive, invisible, irréversible, enfouie —donc portée hors de la vue— avait commencé il y a longtemps, même si sa manifestation visible est soudaine, comme la mort, qui en dernier lieu est le fruit d’un instant. Ainsi, dès la conception, le corps est lié par antonomase à son propre anéantissement, chose inéluctable que les pulsions de vie nous font oublier dans le semblant d’éternité qu’elles nous donnent en offrande. Pluton symbolise l’effritement et la reconstruction à partir des ténèbres. La psychologie moderne, sous l’égide de Freud, a donné à ce volet de la vie psychique le nom de « Ça », le Moi étant lié au Soleil, et le Surmoi à Saturne. L’iconographie hindoue l’a surnommé Shiva, celui qui détruit pour accomplir la loi des cycles et de la renaissance.
Le mythe de Perséphone (Proserpine dans la mythologie latine), dont le nom signifie « celle qui aime la noirceur », est d’emblée très illustratif de ce qui entre en jeu dans la nature plutonienne : cette jeune fille, surnommée Coré avant la chute —Coré signifiant « demoiselle »— se baladait en toute innocence et découvrit par hasard un narcisse violet qu’elle trouva superbe et décida de cueillir. En tant que compensatrice des déséquilibres, Aphrodite avait pour son dire qu’il fallait donner une leçon à Coré, arracher d’emblée le voile de son ingénuité. Elle ordonna à Éros de blesser Hadès, qui se trouvait dans les parages, en décochant vers lui une flèche d’amour. En arrachant la tige de cette fleur violette symbolisant l’étroite parenté entre le sommeil et la mort (narkissos, en grec, a la même racine que narkao, à savoir, « engourdir, rendre rigide »), Coré fait s’ouvrir la terre; de cette immense crevasse surgit, attelé à son char noir tiré par quatre chevaux exhalant du feu, le dieu des enfers, qui, flèche aidant (puisqu’il lorgnait la fille de Déméter) profite de la conjoncture pour l’enlever. Perséphone est donc violemment initiée en tant qu’épouse du dieu des morts, le viol étant consumé par le fait qu’elle ait mangé la grenade (symbole de l’indissolubilité du mariage, de fécondité, de la multiplicité et de la diversité convergeant sous une unité apparente), un fruit d’ailleurs issu du sang d’Adonis (on pense volontiers au symbole du sang, la virginité perdue) que son tortionnaire lui a tendu une fois descendu au plus profond de son royaume en compagnie de son nouveau trophée. Si l’enlèvement de Perséphone fait allusion aux pouvoirs féminins ayant usurpé les mystères de l’agriculture, dont les hommes étaient jusqu’alors exclus, le désir de Pluton-Hadès n’en est pas moins insatiable : il essaie par la suite de séduire Menthè, une nymphe, que Perséphone, jalouse, transforme en plant de menthe. Une tentative de séduction postérieure a pour objet une autre nymphe, Leuké, convertie, elle, en peuplier blanc. Ces épisodes de luxure nous rappellent non seulement l’usage de la menthe, du romarin et du myrte dans les rites funéraires afin de dissimuler l’odeur cadavérique, mais aussi l’idée centrale du mythe de Perséphone-Coré, l’initiation, qui comporte toujours, de façon archétypique, une épreuve, un séjour dans l’ombre, la difficulté de franchir un seuil sans quoi les mystères de la révélation nous échappent.
Néanmoins, dans la version du mythe la plus intimement liée au monde physique et aux lois mêmes de l’existence, on doit faire appel à l’association indissoluble entre la vie et la mort, le début et la fin : c’est alors que la naissance et son contraire, la mort (jumelant l’accouchement et l’enterrement), la rénovation, les processus de duplication (incluant des choses aussi dépourvues de symbolisme que les imprimantes et photocopieuses), la résurrection, la putréfaction (celle de la graine qui doit passer par ce processus vital qu’est la décomposition avant de pouvoir germer) et la fermentation sont régis, astrologiquement et mythologiquement parlant, par le souverain du Royaume des Morts, Pluton-Hadès. Le mois de novembre, devenus dans l’iconographie et le calendrier chrétien celui des défunts, correspond à l’échelle du zodiaque à la période de l’existence, végétale et par analogie humaine, menacée par le danger de la chute. Les objets tombant sous la dominance de l’énergie plutonienne en disent long sur sa nature souterraine et explosive, qui fuit la lumière du jour : les cloaques et égouts, les bombes, les volcans, l’énergie atomique, les bactéries, les virus et le vide. Les assignations corporelles de l’énergie plutonienne sont elles aussi très révélatrices : le système reproducteur, les organes génitaux, le gros intestin (le dernier endroit où séjourne ce qui doit être éliminé par le corps), la glande pituitaire (le siège de l’âme, selon plusieurs grands courants ésotériques), ainsi que les excroissances (tumeurs, verrues, taches de naissance).
            La dualité entre vie et mort, origine et eschatologie, repose donc au centre du mythe plutonien. Si l’on célèbre la vie, la venue d’un enfant étant universellement un motif de réjouissance (et je pense ici à la scène magnifique qui ouvre le roman de Djuna Barnes, Le bois de la nuit, décrivant la célébration ayant lieu lors de la naissance d’un enfant juif), pourquoi ne pas célébrer la mort ? Si autant le berceau que le tombeau sont des phénomènes mythiquement plutoniens, il faut peut-être faire encore référence aux racines étymologiques du mot Pluton pour y voir plus clair. Le vocable vient de Ploutos, qui en grec signifie « richesses, trésor ». D’ailleurs, Pluton était au départ dieu de la fécondité et de l’abondance des récoltes. Ce n’est que plus tard qu’il a acquis son visage de violeur, de maître de cérémonie de tout processus d’initiation, qui implique toujours une perte, un sacrifice, un renoncement douloureux. C’est dans les entrailles de la terre, au plus profond de l’être, là où se trouvent les déchets, les choses qui doivent être cachées à la vue et enterrées, que gisent les plus grandes richesses ; c’est cela que veut souligner le mythe plutonien. L’iconographie occidentale, le monde grec, sont riches en évocations de la renaissance qui doit forcément passer par la mort, soit-elle physique ou figurée. Aux racines de notre civilisation, nous avons l’oiseau phénix qui renaît de ces propres cendres. Nous avons aussi Orphée, qui doit descendre aux enfers pour y retrouver son âme perdue, et ne doit pas se retourner pour voir Eurydice, sous peine de la perdre, cette fois à jamais. Beaucoup d’autres traditions mythiques à travers le monde comportent une représentation du triomphe de la vie après un transit au royaume des ombres : la descente du Christ aux enfers, le mythe de Quetzalcoatl au Mexique précolombien, et j’en passe. Il n’est pas surprenant, étant donné le goût des anciens Grecs pour la pensée analogique, qu’Éros et Thanatos, la pulsion de vie et la pulsion de mort, aient entretenu de tels liens de parenté qu’ils soient devenus les deux côtés d’une même monnaie, les deux visages d’une même divinité, les deux pendants d’une même pulsion, aux dires de la psychanalyse, et qu’ils appartiennent à la même maison du zodiaque.
Mais qui donc est ce fameux Éros? Les racines du mot « amour » chez les Grecs illustrent parfaitement son identité. Nous savons que les Grecs avaient plusieurs mots pour désigner ce que nous, occidentaux modernes, regroupons —très peu sagement d’ailleurs— sous un même nom : l’amour tout court. Il y avait, suivant l’ordre du zodiaque, le concept d’epithemia, l’amour tel qu’il se manifeste sous le signe du Taureau. Il s’agit d’un lien passablement terrestre, très charnel, sensuel, misant sur la jouissance corporelle, la beauté, le confort, la récompense des sens. Ensuite, suivant l’ordre de la croix des signes fixes, on retrouvait le concept de phylia, la version de l’amour vécu sous le signe du Lion. Voilà la liaison romantique dont la littérature universelle nous a légué la plus parfaite version archétypique avec l’histoire de Roméo et Juliette. Ce type d’amour, grandement idéalisé, qui tourne autour de la conquête —l’amant potentiel cherchant à étudier l’objet de son désir afin d’attirer son attention— est finalement lié à la question de l’orgueil, de l’amour-propre, et se termine souvent aussitôt qu’il est consumé.
Le dernier mot désignant l’amour, suivant la roue du zodiaque (et je passe volontairement celui qui correspond au signe du Scorpion), agape, fait appel à l’autonomie et à la liberté des amants. Les Grecs désignaient par ce mot une liaison où la raison prime sur le cœur, où le bonheur des amants et le respect de leur individualité sont si importants qu’une rupture est préférable à l’établissement de conditions entravant leur développement et leur épanouissement individuel. C’est entre epithemia et agape que se situe l’amour que les Grecs avaient baptisé du nom d’eros. Il s’agit d’une relation passionnelle, possessive, colorée par le concept du « tout ou rien » attribué au signe du Scorpion, et donc au dieu qui le représente le plus fidèlement, Hadès-Pluton. Mais la condition fondamentale de ce genre de liaison, plus encore que la possession et l’exclusivité qui lui sont inhérentes, ou même l’intensité des sentiments qu’il réveille, c’est bien la métamorphose. Dans la relation envisagée sous le concept d’eros, il y a transformation mutuelle des amants au moment de se livrer l’un à l’autre ; la vie s’épanouit, la richesse des profondeurs monte à la surface, et symboliquement, les membres du couple doivent mettre à mort leur individualité, renoncer à leur ancienne identité pour effectuer la fusion tant émotive que sexuelle. N’est-ce pas cela que mourir, laisser son corps pour s’ouvrir à une nouvelle identité où il a transmutation totale de l’énergie manifeste ?
Voilà pourquoi pour les Grecs, le dieu qui préside au Royaume des Morts est à la fois celui de la vie, de la sexualité, de l’intimité, des révolutions intérieures et du cycle vital : gestation, naissance, croissance et trépas. S’il y a un endroit physique symbolisant Pluton, c’est bien l’alcôve, la chambre close ou sont vécus les drames sentimentaux, dont le cercueil, le tombeau, sont des versions étiolées. Rappelons-nous que selon l’orphisme, Éros, dans la première version du mythe, était né de l’œuf cosmique engendré par la Nuit. Cet œuf primordial contenait le germe de toute manifestation et la loi de toute renaissance. À la naissance d’Éros, l’œuf se brisait en deux moitiés qui ensuite formaient la Terre (Gaïa) et le Ciel (Ouranos), dont la hiérogamie engendrait à elle seule toute la gamme des êtres, mortels et immortels. La deuxième version, plus connue, fait d’Éros le fils d’Aphrodite, qui séduit la belle Psyché. Mais pour échapper à la jalousie maternelle, Éros exile sa bien-aimée dans un palais où il ne peut lui rendre visite que la nuit, et ce, dans la noirceur totale. Cependant, Psyché, aiguillonnée par la curiosité et le désir, viole la prohibition, et un soir, ose regarder le visage de son bien-aimé à la lumière d’une lampe à l’huile. Éblouie par la beauté d’Éros, elle s’incline, l’huile de la lampe tombant sur son amant, qui se réveille alors et l’abandonne à jamais, pour éviter que ne s’abatte sur eux la malédiction maternelle. C’est alors que Psyché doit faire face à Thanatos, la perte totale, le bouleversement, la « nuit obscure de l’âme », comme l’a baptisée saint Jean de la Croix : personnification de la mort, Thanatos était le fils de la Nuit et le frère du Rêve, un bel éphèbe ailé dont les attributs, entre autre, étaient le pavot et une torche éteinte. Le rêve, l’évanouissement, le flou, les effets stupéfiants de la fleur opiacée, sont tous des symboles partagés tant par l’amour que par la mort. On y retrouve également la notion de repos, et à la fois d’intensité, comme les deux côtés d’une médaille. D’ailleurs, cette liaison passionnelle, ontologique, entre Éros et Thanatos, Marguerite Yourcenar ne l’exprime-t-elle pas de façon magistrale dans le roman qui devint son chef-d’œuvre, lorsque l’empereur Hadrien avoue qu’il ne savait pas, alors, que la mort pouvait faire l’objet d’une ardeur aveugle, d’une avidité semblable à l’amour ?                    
            En ce sens, la mort devient, en effet, motif de célébration : on doit la pleurer et l’accueillir en même temps, car elle participe du même archétype que les processus érotiques, les passions totalisantes, la renaissance suivant la crise, et le sommeil que représentent les icônes du pavot et de la torche éteinte. Le lieu par lequel on doit passer pour accéder à cette transmutation baigne certes dans la grande noirceur ; le mythe est catégorique, sans équivoque à ce sujet. C’est le monde souterrain, celui des égouts, des secrets, et en ultime instance, de l’inconnu. Dans la nature, suivant le cycle des moissons, cette phase correspond à la pourriture de la graine enterrée (voilà encore le symbolisme plutonien relatif aux choses enfouies, qui s’incarne à merveille dans le récit des amours clandestines d’Éros et Psyché), prisonnière dans la froide obscurité du sol avant de pouvoir y germer. Mais parler de transmutation implique la présence d’une transformation au niveau de la forme, de l’énergie, de l’état d’être, et non pas leur simple annulation ou leur vil anéantissement. J’estime donc que la seule condition pour célébrer la mort est de croire qu’on va accéder, au moment d’abandonner son corps, à une mutation, une transfiguration, comme le symbolise si habilement le mythe plutonien. Pas de réjouissances sans la croyance en une forme de survie à la mort physique. S’il y a absence d’un credo où l’on a la conviction d’une vie qui ne fait que changer d’état de conscience —l’appelle-t-on métempsycose comme au temps des Grecs, réincarnation comme chez les Orientaux, vie éternelle comme le stipule le Christianisme— quelle raison aurait-on de célébrer la mort, si ce n’est comme d’une délivrance des vicissitudes de l’existence (fatigue, maladie, invalidité, douleur, souffrance physique ou morale) ? Le néant, le vide, la fin ultime de l’existence telle que proposée par les systèmes de pensée existentialistes n’envisageant aucune survie après la mort, ne sauraient être célébrés comme tels. On ne peut fêter l’anéantissement, à moins de considérer la condition humaine comme un joug si lourd à porter que l’acte de s’en libérer, de disparaître, devient en soi motif de célébration.      
            Que faire de ces beaux mythes où la force vitale, érotique, sève ardente qui nourrit l’existence, l’alimentant, l’enrichissant et la conservant, doit forcément rencontrer Thanatos, la chute, et ensuite l’apaisement, pour accomplir son destin, dans une société presque complètement sécularisée, où l’au-delà et ses récompenses (fussent-elles envisagées en terme de finalité, comme le veulent les grandes traditions monothéistes ou d’évolution, les mythologies des Égyptiens, des Grecs ou des Orientaux) sont devenues chimères ? À mon srns, on ne peut célébrer la mort dans un contexte d’athéisme ou d’agnosticisme. Il n’y a que le concept de transformation qui puisse lui donner un sens : il n’y a que le changement, que l’investiture radicale, qui au niveau symbolique gisent au cœur du concept d’eros, l’amour tel que décrit dans la constellation du Scorpion, qui puisse la signifier. Ce qui rend perplexe, c’est de voir que même à une époque où —du moins dans les sociétés riches— la plupart des gens meurent relativement isolés, dans la froideur d’un hôpital, souvent privés de rites (car nous ne croyons plus, et nous improvisons l’extrême-onction ou un type quelconque de bénédiction spirituelle « au cas où »), nos rites funéraires aient gardé encore beaucoup de similitudes avec les mythes d’une civilisation (ni plus ni moins que le berceau de la culture occidentale) où la continuité de la conscience était un pré-requis sine qua non de la condition humaine. La mort dans nos sociétés post-industrialisées reste encore une affaire cachée, comme doit l’être tout événement plutonien, confinée si possible aux chambres d’hôpitaux, aux mouroirs, gardant intacte toute la signification occulte de la huitième maison, qui dans la roue du zodiaque correspond au secteur de vie dont la régence est assumée par Pluton. Si la huitième maison est celle de la dépossession, des gains et des pertes, de l’altérité, on peut difficilement imaginer un événement où l’on gagne tout et où l’on perd tout comme ne l’est la mort physique. Mais ce « tout gagner » suppose l’existence d’une vie après la mort corporelle. Sinon, mourir, c’est n’accomplir que la moitié de la promesse plutonienne : « tout perdre », renoncer à sa corporalité, pour ne tomber que dans le néant, sans subir pour autant la métamorphose concomitante.
Pour les hommes de la pré-modernité, qui ont vécu avant la disparition des dieux et la chute des grands mythes fondateurs (on raconte que Mallarmé, après avoir lu que le soleil s’éteindrait un jour au cœur de notre système solaire, se mit à souffrir de terribles crises d’angoisse), la dépossession physique n’était qu’un pas vers la promesse de vie éternelle. La huitième maison, fidèle à leur conception du monde, est vraiment la demeure où le gain succède à la perte. Soit dit en passant, les rites eux aussi sont un attribut de cette maison, et peu de circonstances sont entourées d’autant de rituels, dans la majorité des sociétés et des époques, que les veillées funéraires et les enterrements. Il est d’ailleurs vrai que dans les sociétés modernes, issues de la mort des dieux ou de l’absence d’un Être Suprême comme principe recteur de la condition humaine, on a presque complètement évacué les rites entourant la naissance. Pourtant, chez la plupart des ethnies du Mexique, on enterre encore le nombril (la tige du cordon ombilical) des nouveau-nés pour signer leur appartenance à la terre qui les portera … L’accouchement lui aussi y est encore entouré de pratiques qui vont de la prière aux cérémonies d’encensoirs, en passant par les invocations et toute une panoplie de gestes rituels. Mais la mort, elle, même si elle est de nos jours presque complètement désacralisée, sauf chez ceux qui pratiquent encore activement une religion, fait toujours l’objet de rites, même dans les cas où nous ne lui accordons aucune valeur transcendantale. S’il est vrai que l’embaumement et l’enterrement répondent essentiellement à des exigences non pas symboliques mais tout simplement physiques, hygiéniques, on envisage invariablement une forme quelconque de cérémonie autour d’un décès ; on envoie encore des fleurs, même si leur présence n’est plus nécessaire à des fins de parfumerie, on s’habille en noir, on évoque des souvenirs liés à celui qui a disparu. Au Mexique, par exemple, ou la grande majorité des défunts ne sont pas embaumés car les funérailles ont lieu le lendemain du décès, les couronnes de fleurs sont encore de mise, en particulier les fleurs blanches. Les chrysanthèmes, symbole mortuaire par excellence, sont les plus fréquents. On imagine difficilement une mort sans aucun rituel, même si celui-ci n’obéit pas à des fins de célébration, mais de « fermeture » d’un cycle, même s’il ne fait que refléter le besoin de traiter solennellement un événement aussi unique qu’inévitable dans la vie d’un être cher. Mais donner une valeur symbolique à une chose, la sacraliser, ce n’est pas la même chose que de la célébrer, comme on salue un événement lié à un changement considéré comme positif. Il n’y a qu’une raison qui puisse nous pousser à considérer la mort comme une chose digne de célébration : la transcendance. On fête une naissance, un mariage, les anniversaires qui y sont rattachés, tout comme on fête une graduation, une promotion, une victoire militaire ou sportive, parce que l’on y voit le début de jours meilleurs. De deux choses l’une : soit que la condition humaine est rattachée au concept philosophique de transcendance, selon lequel l’origine du système se trouve à l’extérieur de ce dernier, soit qu’elle est rattachée au concept d’immanence, selon lequel l’origine du système se trouve à l’intérieur de celui-ci. Même ceux qui n’admettent pas l’idée de transcendance éprouvent le besoin d’observer des rites funéraires ; c’est d’ailleurs le cas au sein de la société québécoise, principalement agnostique, mais encore attachée à certaines traditions de décorum, au besoin de dire adieu. A-t-on pour autant des raisons de célébrer ? Je ne crois pas qu’il en soit ainsi. Bien au contraire. Un rituel n’est pas l’équivalent d’une célébration. L’absence, le non-dit, le non-vécu, ce qui s’est perdu en chemin, ce qui est resté embryonnaire, voué à l’oubli, la fin ultime annulant d’un coup toutes les possibilités de réalisation, ce qui demeure inconclus, incomplet, l’espace vide laissé derrière —qui souvent, il faut bien l’avouer, ne peut être meublé par rien d’autre tant la perte est cuisante— s’ils ne sont pas réchappés par l’idée de transcendance, ne feront jamais l’objet d’une fête. Célébrer ne veut pas dire nier sa perte, donner libre cours, de façon niaise, à certaines versions édulcorées des courants Nouvel Âge où les anges viennent nous ravir et le sentier à gravir ressemble à une partie de plaisance auto-complaisante où tout n’est que lumière et jubilation. Après tout, il n’y a que ceux qui restent sur Terre qui puissent célébrer. Le défunt, lui, poursuivra son chemin. Si nous accueillons l’idée de transcendance, il est dorénavant engagé sur une sente plus ou moins illuminée et dont nous ne pouvons connaître les modalités. Sinon, il sera englouti par le néant, arrêté dans son processus, dépouillé de mémoire et de conscience, le seul scénario possible si c’est l’idée d’immanence qui résume, en l’occurrence, notre vision du monde. Car si l’existence humaine, si notre passage sur Terre obéit au concept d’immanence, mourir signifie atteindre sa propre fin ; le système lui-même s’éteint avec ce qu’il a accueilli, comme les cellules cancéreuses, en proliférant de façon désordonnée dans leur rébellion contre l’organisme, finissent par signer leur propre arrêt de mort en causant le décès de leur hôte. Les rituels de célébration n’auraient aucun sens si le trépas était une fin en soi, et non pas l’acte, directement issu de l’idée de transcendance, de franchir un seuil au-delà duquel se trouve la renaissance spirituelle. Cette renaissance peut, évidemment, prendre plusieurs visages ; les religions et philosophies spirituelles du monde entier sont un prisme à mille facettes dont chacune montre une conception différente de l’au-delà. Mais toutes, sans exception, parlent d’un rite de passage associé à une métamorphose. C’est là que prend tout son sens le symbolisme entourant les agissements du redoutable Pluton gréco-romain. Comme le suggère la philosophe espagnole María Zambrano, toute culture est finalement la concrétisation de l’espoir que nous nourrissons de naître à nouveau.

Bibliographie

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