LOS TARAHUMARAS, entre
cuerpos celestes y desfiladeros
Françoise
Roy
La primera referencia
concreta que tuve acerca de la tradición tarahumara atañe a un hermosísimo mito
de Creación que me fue relatado por mi gran amigo Enrique Servín Herrera,
lingüista, políglota, traductor, poeta e humanista. De acuerdo a aquel mito de
origen, dicen los hombres de la sierra del norte de México —en tanto que guardianes
de una cultura milenaria— que al principio de los tiempos, el Sol y la Luna eran tan, pero tan pobres,
que se espulgaban mutuamente, allá arriba, colgados en el firmamento. Además de
ser un conmovedor ejemplo de solidaridad entre astros, este mito fundacional
nos muestra varias facetas de la vida de los hablantes del idioma rarámuri: el
relativo despojo que viene tal vez de una geografía extrema y austera marcada
por paisajes de altas, escarpadas y frías cumbres, la interdependencia de todo
lo vivo (asumiendo asimismo que para espulgarse, los dos luminares necesitaban
estar vivos) y finalmente, el espíritu comunitario que tan fielmente han
cultivado todas las culturas indígenas de México. La permanencia —por lastimado
y oprimido que esté en muchas ocasiones— del mundo indígena (y no me gusta
llamarlo prehispánico o precolombino, como si antes de Colón no hubiera
existido nada valioso en ese continente) es sin lugar a dudas el más
extraordinario ejemplo de resistencia pacífica que ofrece la historia
universal.
De estos rasgos
culturales propios de las Américas ancestrales, y de mucho más, habla el libro extraordinario
“Los tarahumaras: pueblo de estrellas y barrancas”, publicado por el Gobierno
de Chihuahua y el Instituto Chihuahuense de la Cultura, en coedición con
el CONACULTA. El volumen es extraordinario por varias razones. Primero, por su
factura, porque siendo —además de un texto académico y literario— un libro de
fotografías, se lee como un esplendente testimonio visual de la vida de los
tarahumaras. Captadas por el lente de varios fotógrafos, las costumbres de los
hablantes del rarámuri cobran vida en papel couché, tanto a color como en
blanco y negro, y por si fuera poco, en páginas enmarcadas entre pastas duras. Segundo,
por su texto desdoblado, ya que éste es probablemente el único libro en el
mundo entero que es trilingüe, combinando el español, el inglés y el rarámuri. Y
tercero, por su autoría: el libro es producto de la pasión infatigable de quien
fuera poeta, narrador, ensayista, antologador, cuentista, traductor,
investigador, indigenista, luchador social y tenor, es decir, el gran
chihuahuense Carlos Montemayor. No dudo de que allá donde está hoy día Carlos
Montemayor, los tarahumaras han visto prenderse una estrella. Y estoy también
segura de que, al contrario de los astros primigenios que vieron nacer el
planeta Tierra, la estrella que es hoy en día el alma de Montemayor brilla en
el orbe —desgraciadamente invisible para nosotros— del asombro póstumo.
Carlos
Montemayor, como todos los que se preocupan por las culturas nativas, fue una
suerte de Noé moderno. Hago referencia aquí al hecho de que el arca que surca
las páginas de la Biblia
fue, muy sui generis, el primer
ejemplo de preocupación del ser humano por la idea de “extinción”. Un concepto
pavoroso, eso de la exterminación, eso de que algo pase a llamarse “lengua
muerta” o “especie desaparecida”. Cuentan que cuando el gran poeta Stéphane
Mallarmé se enteró de que el sol, un día, dejaría de existir, éste cayó en una aguda
depresión. Su aflicción no amainaba, por mucho que le aseguraran sus contemporáneos,
tan solícitos, que faltaban eones para que aquel cataclismo sucediera. La llama
del sol apagándose paulatinamente en su pabilo celeste entrañaba para Mallarmé una
catástrofe inconcebible.
El hecho de que una
especie o una tradición lingüística deje de existir (y esto casi siempre pasa a
consecuencia de los malos manejos y de la codicia del género humano) es en sí
una inconmensurable tragedia. Se calcula que en el territorio nacional,
existen sesenta y ocho lenguas en peligro de desaparecer a corto o mediano
plazo. En el mundo, son más
de tres mil idiomas los que están ahora mismo en riesgo de esfumarse para pasar
a los anales de la arqueología forense. Se calcula que si no se revierte esta
tendencia, la destrucción aludida será consumada para el año 2100. Hablo aquí
de conservación porque la idea de valorar —y por ende, preservar— lo amenazado,
lo que respira en un sitio liminar, está inscrito páginas adentro entre la tapa
y la contraportada de este libro. ¿Necesitamos construir de nuevo arcas de Noé
modernas para salvaguardar la continuidad histórica de todos los seres vivos, entre
ellos los idiomas y las culturas que éstos han tejido? Una lengua es por
antonomasia la expresión más excelsa de la capacidad del ser humano, al margen
de sus pocas virtudes e inmensas taras, como la ignorancia, el egoísmo y la
beligerancia. Podemos afirmar que los pájaros son cantantes virtuosos (muchas
veces mejores que las sopranos y los vocalistas más refinados); delfines,
ballenas y mamíferos superiores han desarrollado complejos lenguajes no
verbales y de sonidos rayanos con la telepatía. Sin embargo, sólo el Hombre
habla verdaderamente. Y gracias a esta extraordinaria facultad, es capaz de fabricar
verbalmente un mito de creación donde el astro rey y su consorte nocturna se
quitan las pulgas. Ningún otro ser que comparta con nosotros el planeta azul
tiene la habilidad de proferir sonidos que desemboquen hacia tan alto grado
semántico. Por eso se debe celebrar la aparición de un libro en rarámuri, como
se debe celebrar cualquier medio de conservación de un idioma que vive en la
fragilidad, equilibrista al borde del olvido.
¿Qué significa desarrollarse cultural y linguísticamente en las orillas
de los usos dominantes? ¿Qué significa pertenecer a la periferia de una
sociedad que ha heredado no sólo lo mejor, sino también lo peor de la Edad de las Luces, es decir,
la convicción de que la magia no existe, de que la Razón todo lo explica, de el
Hombre no es parte sino dueño plenipotenciario —a no ser tirano— de la Naturaleza, y de que el
individuo es un reyezuelo que tiene derecho de ser feliz al margen de su
comunidad, de espaldas al pasado? Carlos Montemayor estaba muy conciente de ese
desfase cultural entre conquistadores y conquistados, ganadores y perdedores, y
es indudable que al fallecer él en 2010, México perdió a uno de sus hijos
predilectos, alguien que había entendido cabalmente que la diversidad es
riqueza, no pobreza, y que sólo una sociedad incluyente puede aspirar al ideal
de Justicia que es derecho de todos. Y hablando de exclusión e inclusión,
quiero traer aquí a colación una anécdota personal. Sucede que cuando Castilla
y León fueron el invitado de honor de la Feria Internacional
del Libro de Guadalajara, al leer el lema oficial de su participación, algo
hizo chispa en mí. Tal vez se deba una sensibilidad acrecentada hacia la
identidad lingüística por ser yo misma miembro de una minoría lingüística en mi
propio país. Resulta que el lema aludido rezaba así: “Nuestro idioma, nuestra
casa”. Si el español es la casa de los mexicanos porque parte de sus ancestros
lo impusieron (muchas veces a sangre y fuego), ¿quiere decir aquel lema que
quien no tenga el español como lengua materna no está en casa en este país? Recordemos
que el mismo Justo Sierra, en algún momento, llamó a acabar con todos los
dialectos (léase “lenguas indígenas”) que según él, en un torcido afán
nacionalista, constituían una traba para la unidad nacional.
No se trata de desandar la
Historia con “h” mayúscula, tarea imposible además porque
sólo el presente y el futuro son materias moldeables. El pasado está labrado en
piedra: es una lápida que nos toca reparar si somos lo suficientemente
concientes como para ver las grietas que la afean. Dejo de tarea esta reflexión
sobre usos y abusos lingüísticos para todo aquél que hojee este hermoso libro.
En sus páginas salpicadas de imágenes, versos, ensayos y reflexiones eruditas (e
incluso pentagramas y letra de canciones tradicionales), el lector dará un
recorrido histórico, poético, fotográfico y antropológico por las costumbres del
pueblo tarahumara y su encuentro —muchas veces lastimoso— con el mundo que lo
ha marginalizado. Ahí se da testimonio de la odisea de Antonin Artaud, el genio
literario francés que en 1936 viajó a la sierra tarahumara. Como él mismo escribió
en una carta: “La cultura racionalista de Europa ha fracasado y he venido a la
tierra de México para buscar las raíces de una cultura mágica que aún es posible
desentrañar del suelo indígena… Sobrenatural cultura, producto de una
sobrenatural inspiración”. También se habla de Carl Lumholtz, el primer europeo
que en el siglo 19 “estudió” científicamente a los hombres de las barrancas,
con toda la carga de prejuicios etnocéntricos con los que ese encuentro estaba signado.
Y no se podía dejar fuera el Jícuri, es decir, el uso ceremonial del peyote, y
su relación con una cosmogonía que en muchos aspectos tiene poco que ver con la
visión cristiana y occidental de cómo debe ser el mundo. A prueba de ello, la
convicción tarahumara (de la que da cuenta ampliamente el libro) de que uno
tiene más de un alma.
Esperemos que este libro magistral no
se vuelva un incunable expuesto en un museo, en doscientos años, no sólo por la
hermosura de los textos recopilados y de las imágenes que muestra, sino por
pertenecer la lengua rarámuri exclusivamente al pasado. Inmensamente vergonzoso
sería que después de haber sobrevivido a quinientos años de cataclismos
históricos, el rarámuri se volviera apenas una curiosidad antropológica, un
código que no sobrevivió a la estela de destrucción que como humanidad hemos
sembrado. El Diluvio moderno del que hay que rescatar la vida construyendo una
embarcación de emergencia no es una crecida fenomenal de las aguas, sino la
crecida de nuestro ego en tanto que civilización. No se trata de un desastre
natural sino humano, que por ser humano, resulta completamente evitable. Este
libro es un homenaje a Carlos Montemayor y a los hombres y mujeres de las montañas
del norte de México que han sido los custodios de la memoria desde que el Sol y
la Luna se
espulgaban como dos primates luminosos alumbrando respectivamente (con su luz y
su espejo) la vastedad y la hondura de nuestro cosmos. Un cosmos que todos debemos
compartimos en igualdad y diversidad, y que, algún día, tendremos que aprender
a habitar en paz, con justicia y con asombro ante su misterio y su belleza.
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