ANN SEXTON: LA POESIA COMO MEDIO DE
SOBREVIVENCIA
A principios de los sesenta, una
poeta norteamericana de unos cincuenta años ganaba el prestigiado premio
Pulitzer en la categoría “poesía”, con un poemario titulado Live or Die (“Vivir o morir”). El título
de su libro no pudo haber sido otro: estremece por su lucidez y su
desesperanza.
La validez o necesidad de lo
poético en la vida de Ann Sexton se podría resumir en este fragmento de una
carta que el filósofo Schopenhauer escribió a Goethe en noviembre de 1815: “Lo
que hace el filósofo es el valor de reconocer con franqueza cualquier pregunta
que tiene en frente. Él debe ser como el Edipo de Sófocles, quien, buscando la
iluminación acerca de su terrible destino, prosigue su infatigable búsqueda,
aun cuando adivina que lo que lo espera en la respuesta es horror y
consternación. Pero la mayoría de nosotros lleva en su corazón la Jocasta que le suplica a
Edipo que por el amor de Dios ya no ahonde más en su búsqueda”.
Ann Sexton anunció su muerte a
todas luces en sus poemas. El acto que acabó con su vida era su enésimo intento
de suicidio. Su mejor amiga había tratado de impedir el gesto meses atrás,
provocando los reproches de la misma Sexton. Una vida corta, sembrada de
estancias intermitentes en hospitales siquiátricos. Dos hijas que la poeta no
pudo criar por sus severos episodios de depresión y a las que dedicó poemas
desgarradores. Mientras falló su matrimonio y abdicó en su maternidad, Sexton nunca desfalleció en su entrega a la
poesía. Escribir poemas, infatigablemente, fue lo único que pudo sostener sin
rendirse. Lo único que logró hacer sin desistir, a pesar de un desasosiego
mental que yo llamaría “existencial”. Sin embargo, ese mente enferma,
melancólica, invadida por la culpa y un sentimiento de fracaso que le restaba
sentido a su existencia, esa mente incapaz de enfrentar el mundo exterior,
produjo poemas que, lejos de recibir una fama exclusivamente póstuma, fueron
celebrados mientras ella aún vivía. Su poemario Live or Die es sin lugar a duda el más cáustico, el más oscuro y a
la vez luminoso, de sus libros.
El ascenso de Sexton en el mundo
literario norteamericano fue meteórico. Hubo quien criticó el tono muy
“confesional” de su poesía. Ella asumió una postura eminentemente “femenina”
mientras el establishment literario
mayoritariamente masculino de la época (y que aún lo es) consideraba como falta
de rigor el hablar tan íntimamente de uno mismo, del útero, de los quehaceres
domésticos, como si no hubieran puntos de comunicación entre lo individual/temporal y lo universal/atemporal. Los temas abordados
por Sexton eran, sí, reiterativos: habló de locura, muerte, su feminidad como
eje de un orbe social que la contreñía. Habló de angustia, de un tormento
metafísico que rayaba lo teológico. En su obra denuncia la falta de sentido de
lo cotidiano, explaya sus recuerdos de infancia e interroga el lector sobre la
existencia de lo divino. Sus poemas hablan del silencio de Dios y de sus
acólitos, un Dios con el que quiso desesperadamente establecer un diálogo. Un
diálogo que su propia mano segará. A pesar o a consecuencia de ese gesto, Anne
Sexton nos dejó una poesía extremadamente lúcida, escrita en un tono que no por
ser muchas veces coloquial, es menos impactante. Sus versos son hierro
candente: marcan, cuestionan, ninguno es esperanzador, todos son cínicos y a la
vez extraordinariamente acertados y perspicaces. Sólo el lector atento podrá
hallar luz en la desesperanza de sus metáforas, la belleza del lenguaje que
Sexton vuelve dardo sin quitarle hermosura. Una hermosura doliente, como lo
atestiguan los siguientes poemas, tomado del libro Live or Die.
EL SOL (versión de Mónica Pérez-Taylor,
Françoise Roy, Gabriela Sepúlveda y Laura Solórzano)
He oído de peces
subiendo hasta el sol
que quedaron para siempre,
hombro con hombro,
avenidas de peces que nunca regresaron,
todas sus manchas de orgullo y soledades
succionadas fuera de ellos.
Yo pienso en moscas
que salen de sus inmundas cuevas
hacia el ruedo.
Primero son transparentes.
Luego son azules con alas de cobre.
Ellas brillan en las frentes de los
hombres.
Ni pájaro, ni acróbata
van a secarse como pequeños zapatos
negros.
Soy un ser idéntico.
Enferma por el frío y el olor de la casa
me desvisto bajo el ardiente vidrio de
aumento.
Mi piel se aplana como agua de mar.
Oh tú, ojo amarillo.
déjame estar enferma con tu calor,
déjame estar con fiebre y encogida.
Ahora me entregan totalmente.
Soy tu hija, tu carne dulce,
tu sacerdote, tu boca y tu pájaro
y voy a contarles todas las historias
sobre ti
hasta quedar guardada para siempre,
una delgada bandera gris.
Mayo 1962
POR EL AÑO DEL DEMENTE
POR EL AÑO DEL DEMENTE
Una oración (versión de Françoise Roy)
O María, madre frágil
escúchame, escúchame ahora.
a pesar de que no conozca tus palabras.
El rosario negro con su Cristo de plata
está ya en mi mano, sin bendecir,
pues yo soy la descreída.
Cada cuenta es redonda y dura entre mis
dedos,
un pequeño ángel negro.
O María, permíteme esa gracia,
ese traspaso,
aunque yo soy fea,
sumergida en mi propio pasado
y mi propia locura.
Aunque estén las sillas,
yazgo en el piso.
Lo único vivo son mis manos
tocando las cuentas.
Palabra por palabra, yo tropiezo.
Como principiante, siento tu boca que
toca la mía.
Voy contando las cuentas como olas
que martillan mi cuerpo.
Me enferma de que sean tantas,
estoy enferma, enferma en el calor del
verano
y la ventana, arriba,
es la única que me escucha, mi ser
desmañado.
Ella es la que recibe, consuela.
La dadora de aliento,
murmura, exhalando su gran pulmón como un
pez enorme.
Cerca, más cerca
se aproxima la hora de mi muerte
mientras me arreglo la cara, me
contraigo,
me hago insuficiente y se me alacia el
pelo.
Todo eso es la muerte.
En la mente hay un pasillo estrecho que
se llama muerte
y por ahí fluyo
como si fuese agua.
Mi cuerpo es inútil.
Yace acurrucado como un perro en el
tapete.
Se ha dado por vencido.
No hay palabras posibles aquí más que las
aprendidas a medias
el Ave María y el Llena eres de gracia.
Ahora he ingresado a este año sin
palabras.
Me percato de la extraña entrada y del
voltaje exacto.
Sin palabras existen.
Sin palabras uno puede tocar pan
y que le den pan a uno
y no emitir sonido.
Oh María, médico de ternura,
ven con polvos y hierbas:
estoy en el centro.
Es muy pequeño y el aire es turbio
como en una casa de vapor.
Me dan vino como a un niño se le da
leche.
Me lo ofrecen en un vaso delicado
en una copa redonda y un labio delgado.
El vino mismo es de un color subido, con
olor a moho y secretos.
El vaso se alza por sí solo hacia mis
labios
y me doy cuenta y lo entiendo
sólo porque está sucediendo.
Tengo este miedo de toser
pero no hablo,
un miedo a la lluvia, un miedo al jinete
que viene cabalgando hasta entrar en mi
boca.
El vaso se inclina por sí solo
y estoy en llamas.
Veo dos líneas delgadas que me queman la
barbilla.
Me veo como uno vería a otro.
He sido cortada en dos.
O María, abre tus párpados.
Estoy en los dominios del silencio,
el reino de los locos y durmientes.
Hay sangre aquí
y me la he comido.
Oh madre del vientre,
¿sólo he venido por sangre?
¡Madrecita!
Estoy en mi propia mente.
Estoy presa en la casa equivocada.
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