Bohórquez : el
estilista con conciencia social
Se
ha dicho con acierto y conocimiento de causa de la poesía de Abigael Bohórquez
que fue injustamente excluida de las obras canónicas de la poesía mexicana de
la segunda mitad del siglo XX. Huelga decir que no sólo hay literatura
periférica porque esté escrita en lenguas poco habladas o porque se publique en
lugares muy alejados de los centros de producción editorial del primer mundo:
también hay literatura periférica porque se gestó lejos de los grupos de poder
que deciden de la difusión de ciertas obras, ciertos autores y ciertos temas en
un momento histórico dado: tal vez el caso de Abigael Bohórquez sea emblemático
al respecto. Como poeta que no figuraba en las antologías de su tiempo y su
espacio geográfico, no murió del todo al fallecer en 1995, sino que sobrevivió
en la memoria gracias a su obra, que —siendo poco publicada y poco difundida—
circuló sin embargo de mano en mano y de boca en boca. Así sobrevivió Bohórquez
a los embates del olvido, y la publicación bilingüe de este poemario (que reúne
una selección muy representativa de su obra) es sin lugar a dudas prueba vibrante de ello. Si bien los muertos
no son muy volubles, siendo de hecho lacónicos en exceso (gente de pocas
palabras, se diría), por lo que no podemos preguntarle a Abigael Bohórquez su
opinión al respecto, yo sospecho que él hubiera visto en ese destierro
literario, más que un castigo, un destino libremente elegido para mantener su
libertad. No es hipérbole decir que la búsqueda de libertad subyace en toda la
obra bohorquiana, como él mismo lo confiesa:
“Acostumbro (…) a mis zapatos
a que pisen
y a mis ojos a
que indaguen
todos los
territorios,
porque no me
enseñaron qué era el beso,
ni la palabra,
ni los
automóviles,
ni el sí,
ni el no.
Y no haber sido
y no ser.
Al
traducir el libro de Abigael Bohórquez, me preguntaba yo qué recepción tendría
en un lector quebequense, acostumbrado a las nubes y a la nieve, al rigor del
clima nórdico. Si la poesía es una experiencia universal, ¿qué puede entender
alguien que no conoce la sequía resquebradora del desierto mexicano de poemas
que son verdaderas elegías de la biznaga, del palo fierro, del sol implacable?
¿Cómo colocar, semánticamente, esas celebraciones en versos de una geografía diametralmente
opuesta a la que conoce el lector que lo leerá en traducción? Dicen que cuando
la gente del Sahara veía árboles por primera vez —situación que se daba, por
ejemplo, cuando los beduinos se enrolaban por en el ejército argelino para
combatir al colonizador francés durante su guerra de independencia en los años
sesenta—, se ponía a llorar. No sabemos si derramaban lágrimas de alegría o de
espanto, de turbación o de nostalgia, pero se cuenta que la vista de enramadas
verdes conmocionaba a los hombres del desierto. Tal vez los habitantes del
norte en quien yo pensaba al traducir esos poemas para un lectorado canadiense
tengan la misma experiencia al leer ese tributo del poeta sonorense al paisaje
mezquino y deslumbrante de la eterna sequía norteña:
“Oh, Desierto,
jaula del sol, oh, Mío,
al aire reo y
loco de la ausencia,
miro pasar tus
trenes como la arena entre los dedos,
miro pasar mi
pubertad desalentada
hacia donde me
condujeron,
miro cómo a
mitad de marzo, desde el centro del mundo,
te cubres de azucenas
y nadie sabe
nunca cómo, de dónde, desde dónde,
los bulbos
arremeten sus estigmas liliáceos
y te engendran,
te cumplen desde abajo,
decretándote la
primavera de un instante;
miro también la
flora inverosímil
de la biznaga y
la pitahaya,
que son el galardón
de la hora nona,
el premio a su
martirio deslumbrado.”
Se trata de un mundo tan ajeno al
del lector francófono para quien fue traducido este libro, que la experiencia
de traducción fue una de traslado geográfico (y al decir eso, me acuerdo que la
palabra “metáfora” en griego moderno significa simplemente “mudanza”, en el
sentido pedestre de “flete”, “cambio de casa”). Y por ello me acordé de las
teorías del subdesarrollo del mundo capitalista e industrial emergente de
otrora, donde se establecía una relación casi causal entre clima y
temperamento, y por antonomasia, entre desarrollo o progreso: la gente del sur
no progresaba porque vivía en climas demasiado fáciles para estimular su
ambición. Tal vez la obra de Bohórquez les da algo de razón a los teóricos
clasistas y racistas del siglo 19: con sus palabras que retumban, se lamentan,
interpelan, es tan extrema y contundente como los paisajes sonorenses que lo
vieron nacer. Ahí la vida es una áspera lucha y las criaturas que habitan
terruños quemados por el sol deben tener espinas o ponzoña para sobrevivir. Lo
menos que se puede decir de la poesía de Bohórquez es que sí tiene espinas; el
poeta abordó temas que en su época no eran hablados abiertamente, como la
homosexualidad, y si bien su vertiente de crítica social no rompió cánones,
está ahí en medio de la obra bohorquiana, pujante, perturbadora, incapaz o
renuente a hacer concesiones.
Asimismo el lector encontrará en
este poemario todos los ejes temáticos que atraviesan como flechas la poética
de Abigael: la protesta social —con sus retoños concomitantes: justicia, deseo
de inclusión, desigualdad, y la rabia que nace de ello—, la magia del desierto,
la fuerza del erotismo, el irrompible lazo con la madre, las lagunas de la
infancia y el penoso despertar a la hombría. Un paseo por los dédalos de la
remembranza, un dulce vía crucis salpicado de ironía y desengaño. Si para los
griegos de antaño la memoria era una musa, ella lo fue también para Abigael
Bohórquez, que recuerda con increíble nitidez su adolescencia, los momentos
pasados en la cama del amante, el perro de su juventud. Y como verdadero
labrador de la palabra que era un
Nuestro poeta
celebrado hoy, no escatimó recursos literarios para acercarle al lector su
mundo íntimo, familiar, desgarrado por el sida y deslumbrado por la belleza:
neologismos, modismos casi intraducibles, regionalismos, juegos de palabra,
arcaísmos y —añadiría yo— palimpsestos casi, son muchos versos que alumbran las
páginas de ese poemario. Abigael el lingüista, el humorista, el cínico, el
denunciador, el libertador, el amoroso, el nostálgico, el aguerrido, el hijo
pródigo, el geógrafo, botánico y amante del desierto, todos los Abigaeles se
dan la mano en esta Poesía en prenda.
Si tuviera yo que encontrar una
analogía entre una cosa y la poesía bohorquiana, como en esos juegos de
asociación automática donde uno tiene que decir lo primero que se le viene a la
mente, yo afirmaría sin temor a equivocarme que la poesía de Abigael Bóhorquez
asemeja una pitahaya: fruta del trópico árido, verde por fuera, pero muy roja
por dentro, delicadamente dulce pero jamás empalagosa, jugosa y con semillas
fáciles de tragar, inseparables de la carne. Un manjar poético, tan estético
como la pitahaya, nos ofrece este poemario. No se diga más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario