Carl von Linné y los intríngulis del arca de Noé
Por Françoise Roy
Guiño: No es ni una piedra ni una planta,
es, por lo tanto, un
animal
Carlos Lineo
Otro guiño: La vista siempre debe aprender de la razón
Johannes Kepler
Un fascículo de unas cuantas hojas,
titulado Systema Naturæ (Leyden, 1735), abrió tal brecha en los
tortuosos caminos del saber que acabó dándonos, por antonomasia, el muy moderno
concepto de biodiversidad. Su autor, Carl von Linné, el padre directo de la
botánica e indirecto de la ecología, colocó las bases modernas de la taxonomía,
que permite identificar una especie animal o vegetal mediante una referencia
común y cuidadosamente documentada, válida en el mundo entero. Este botanista
aficionado al trabajo de campo, que motivó en vida y durante siglos después de
muerte verdaderos ejércitos de cazadores de hojas y pétalos peligrosamente
armados con lupas y pinzas, nació en Suecia en 1707 y fue docente de las
Universidades de Lund y de Uppsala. De ser Carolus Linnaeus (su nombre
académico, latinizado) un distinguido profesor perdidamente enamorado de las
corolas, pasó a ser Carl von Linné después de que el rey de Suecia Adolf
Fredrik le confiriera sus letras de nobleza. Se le conoce además por haber
iniciado el uso de los símbolos grecorromanos del dios de la guerra, Marte (♂, que gráficamente representa el escudo y
la lanza del guerrero) y de la diosa del amor y de la seducción, Venus (♀, que gráficamente representa un espejo de
mujer) para designar respectivamente lo masculino y lo femenino. También
defendió el amamantamiento de los hijos propios, impugnando la costumbre de las
mujeres acomodadas de recurrir a los servicios de nodrizas.
Clasificar y nombrar fue el trabajo de vida de Linné,
un quehacer que empieza mucho antes del siglo 17. Si bien la nomenclatura
bíblica que divide a los animales entre puros e impuros no nos parece muy
científica, tenemos ya, desde tiempos inmemoriales, el mito del arca de Noé,
tal vez el más conmovedor y antiguo recuento de la diversidad animal. Los
antiguos sabían que un león no es lo mismo que una gacela, pero iban a pasar
muchos siglos antes de que emergiera el concepto de especie como tal, una idea
muy controvertida cuyos detractores iniciales eran los postulantes de la
generación espontánea. Fue esa teoría ampliamente aceptada la que retrasó,
históricamente, la aparición del concepto de especie. Pensar que las larvas
aparecen ex nihilo se nos antoja hoy
en día igual de descabellado que Santo Tomás afirmando que los planetas se
mueven en el firmamento porque los empuja un ángel, pero el mismo Aristóteles
era partidario de la generación espontánea, y no fue hasta el siglo 17 cuando
Jan Swammerdam demostró que los insectos no se reproducían así, sino que tenía
órganos formados por epigénesis, es decir que se desarrollan por secuencias.
Fue el predecesor de Linné, otro gran naturalista llamado John Ray, quien
diseñó un sistema de registro natural basado en la observación directa y quien
inventó, propiamente, el concepto de especie, que él definió como el conjunto
de seres capaces de reproducirse y tener crías o retoños iguales a sus padres.
La palabra especie misma tiene parentesco etimológico con los espejos, ya que
procede del latín specere, que significa “ver”, “mirar”. Los
naturalistas como Ray y Linnaeus eran agudos observadores del mundo vegetal y
partidarios de la observación de primera mano.
Si bien los herbarios y bestiarios
medievales, con sus poéticas descripciones donde la fantasía y la ficción se
comían a dentelladas los linderos de la realidad objetiva, fueron durante 1500
años el instrumento mediante el cual los europeos letrados conocían la
naturaleza, los trabajos pioneros de Carlos Lineo (como lo conocemos en el
mundo de habla hispana) permitieron que una flor antes llamada (llenen sus
pulmones de aire)physalis amno ramosissime ramis angulosis glabris foliis
dentoserratis se volviera algo tan simple como physalis angulata.
Sus descubrimientos se inscriben en lo que fuera un intenso período de
exploración y documentación de la naturaleza para fines de ordenamiento, que se
extendió desde mediados del siglo 17 hasta mediados del siguiente.
El sistema de Lineo se basaba en
características compartidas y observables, y de haber sido diseñado
fundamentalmente para las plantas, se extendió luego al reino animal. Cuando él
muere en 1779, su esquema binomial fincado en el género y la especie lo había
destinado a ser el Sigmund Freud del mundo botánico. Recurriendo al sentido
común, Lineo clasificó a las plantas dentro de una jerarquía, centrando sus
observaciones en las etaminas y los pistilos, díada que conforma el aparato
sexual de las plantas. Ahí es donde el asunto se pone sabroso. Siendo un
luterano devoto que creía en una ley divina de indemnidad (una suerte de
retribución directa recibida en vida, que premia o castiga las acciones de
uno), nuestro voyeur del mundo vegetal escribió en una época en que la
sexualidad, aun la de las flores, era considerada sospechosa y ciertamente muy
embarazosa. Poco le faltó para ser acusado de obsceno, de la misma manera que
los pioneros de la invención del microscopio fueron acusados de mentirosos
porque lo que decían ver en la lente no podía ser sino el producto de ilusiones
ópticas o de mentes fantasiosas y trastornadas. En una era en que la ciencia y
el conocimiento estaban ceñidos a la ortodoxia religiosa, en que la doctrina
cristiana se negaba a admitir que hubiese tierra habitable abajo del ecuador,
en que reportar las numerosas especies animales del Nuevo Mundo llevaba a la
conclusión herética de que tantas criaturas no pudieron haber cabido en el arca
de Noé, en que la edad de la
Tierra y los mapas se tenía que acoplar al pie de la letra a
las cuentas y la geografía bíblicas, la observación directa, como la que alentó
a Lineo a investigar la flora de Laponia, contribuyó a que el saber se librara
del yugo del dogma y escapara a la férula de lo “teológicamente correcto”.
Otros pensadores, como Giordano Bruno, pagaron por su osadía siendo arrojados a
las llamas de una hoguera.
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