Del corpiño de Eva al látigo de Lilith
Françoise Roy
Cuando
en una entrevista le preguntaron a la escritora austriaca Elfriede Jelinek,
premio Nobel de Literatura 2004, si era feminista, contestó: cualquier mujer
pensante es feminista. Atrás de esa pregunta, que a primera vista es un lugar
común y atañe a un debate considerado por muchos anacrónico (¿acaso no está
resuelto el problema? ¿acaso no quedaron atrás los brassieres calcinados,
blandidos al final de un palo como banderas mortales u oscilantes péndulos
reducidos a cenizas?), se vislumbra una problemática que, lejos de estar
superada, debe llamar nuestra atención por su vigencia y su alcance. Más allá
del discurso oficial sobre la igualdad de género, las estadísticas en cualquier
campo del quehacer social arrojan una luz poco consoladora sobre el destino
actual de las mujeres como agentes activos en las esferas de la economía, de la
política y del saber.
Si la literatura es una rama
privilegiada del conocimiento, ¿cómo se traduce el atraso social de las féminas
en el ámbito de las Letras? Las mujeres, que han sido silenciadas durante más
de dos milenios, han pasado a ser, desde la adquisición del derecho al voto (y
¡vaya ordalías para conseguir algo tan básico como ser parte de un padrón
electoral!), sujetos, y ya no solamente objetos, del corpus literario.
Sin embargo, esto no significa que lo hagan en condiciones de igualdad. Aun se
publican antologías de poesía en el ámbito internacional (y no se diga en el
ámbito nacional) donde están ausentes, proporcionalmente, las voces femeninas.
Nadie levanta la voz; a nadie se le hace sospechosa esa ausencia. La que se
atreva a señalarlo será tachada de frustrada, de azotada, de visceral, de
panfletaria, de histérica (recordando que hyster en griego significa
matriz, un órgano que tiende a ser colocado por el Creador, en el juego de la
repartición anatómica, preferentemente en cuerpos de hembras). O bien,
explicación más refinada, la tildarán de “necesitada”: en bocas masculinas, la
contestataria se vuelve una pobre loca a quien le urge un semental que le dé
una buena zarandeada de alcoba. La contracrítica a este argumento de
no-representatividad femenina no se hace esperar: qué horror, se publican
antologías de poesía escritas exclusivamente por mujeres (poemarios cuyas
antologadoras, curiosamente, siempre son
féminas). Pero señores, nada sorprendente que se diera ese fenómeno: ¿quién
(pues ni siquiera la Luna
en el alto cielo lo hizo) se inmutó antes al ver que durante centenares de años
absolutamente (o casi) todos los libros publicados eran escritos por hombres?
¿La musa es una sola y jala parejo?
Sí, pero una cosa es ser tocado(a) por el cetro neptúneo de la poesía, y otra
es la recepción que le depare el destino —con todo y su historicidad— al
resultado de ese toque. En un mundo misógino (entendiendo que la misoginia, ¡oh
horror!, ¡oh desgarramiento!, no es privativa de los hombres), una mitad, por
regla aritmética, recibirá menos. ¿Qué hombre quiere hablar de menopausia, de
lactancia, de ciclos hormonales? Aun el discurso hegemónico sobre lo que es
buena y mala poesía no da para más que un monólogo, y es, en esencia, misógino;
en él, se niega la gran subjetividad que envuelve cualquier apreciación
artística, porque lo subjetivo es femenino.
He aquí el meollo del asunto: la
misoginia es un filtro mucho más sutil que ese monstruo coludo y peludo,
vilipendiado por lo políticamente correcto, que tolera el rezago de las mujeres
en la vida pública, un rezago que minimizan las buenas conciencias y ocultan
las estadísticas oficiales. No es sólo ese adefesio bicéfalo y deforme que
azotaba la puerta de las universidades en las caras lampiñas que querían
ilustrarse y estableció teológicamente que las mujeres no tenían alma.
Misoginia es todo aquello que asienta su edificio, sesgadamente, sobre valores
míticos “solares”: el reconocimiento público, lo bélico, la competencia
profesional o de gremio, el pensamiento vertical, la conquista, el poder, el
frío cuadrado de la razón y la objetividad, la frialdad, la distancia y las
elucubraciones mentales. Ese tejido andrófilo excluye por antonomasia, como
tema de interés, lo que ha constelado histórica y casi universalmente el mundo
femenino: lo lunar, lo privado, lo confesional, lo emotivo, lo fluctuante, lo
íntimo, lo receptivo, lo reflexivo, lo relacional, lo subjetivo, lo materno y
lo reproductivo.
Hablando de literatura, lo
confesional, en particular, será el blanco del más feroz escarnio, el
espantapájaros que derribar en los círculos donde se vive enamorado de las
partes pudendas viriles. Esta experiencia sensorial e intelectual enfocada
excluyentemente a lo arquetípicamente masculino refleja siempre una cosmovisión
truncada. Si bien lo femenino no se confina a lo sentimental y lo pasivo (¡a
Dios gracias!), el machismo que descalifica per se esa parte del ser
ignora (lo ha hecho durante milenios) una gran rebanada de la condición humana,
cuyo retrato y registro es, a fin de cuentas, una de las funciones del arte, en
su papel especular. Quieran o no, los promotores de las falocracias de toda
índole, al descalificar el mundo en el que se han movido históricamente las
mujeres, lo hacen no sólo porque lo consideran ridículo o intrascendente, sino
porque ese mundo sensitivo, complicado, “alimenticio”, maneja códigos que no
entienden y, a la postre, temen igual que a la peste. En cambio, el mundo
masculino, lo conocieron las mujeres aun desde la exclusión milenaria que han
padecido: las reglas del juego que les fueron impuestas eran las únicas que
había, las de un orden donde reinaban hombres, y salvo honrosas excepciones,
sólo hombres. En la corte, en la cátedra, en el tribunal, en las empresas
comerciales, y luego en los parlamentos y congresos, o uno tenía barba en la
cara o no entraba. Hizo falta una escritora de la talla intelectual de
Yourcenar para que una mujer pisara los cuarteles de la Academia Francesa.
El lugar de la mujer —continente
oscuro de Freud—, no deja de ser fundamentalmente una construcción social.
Aferrada a su laberinto de lágrimas, Ella equivale, para el misógino, a un
simple vacío ansioso de ser llenado (no pregunten con qué, no vaya a ser muy
fea la respuesta). La misoginia es el amparo ideológico de quien no se atreve a
nadar en aguas turbias, ahí donde se tiene poco control, donde se es
vulnerable, donde la identidad se encuentra fragmentada al ser reflejada en
otros tantos espejos (los otros), donde se debe elegir el abandono, la entrega
o la renuncia sobre el poder y la individualidad exacerbada, donde se es la
cenicienta de los cánones institucionales. Por eso, lo que Ella, la poetisa
(hasta el vocablo es despectivo), escribe, recibe las más de las veces el
epíteto de poesía menor. Algunos poetas pueden hacer declaraciones públicas
sobre el hecho de que no hay buenas poetas mujeres en tal entidad (los ejemplos
abundan) sin que provoque la más mínima ondulación en la superficie del lago de
las sensibilidades, como si alguien hubiera tirado al estanque un guijarro
diminuto y una jauría de criaturas de delantal, amordazadas y maniatadas,
listas para celebrar el aquelarre de la histeria, lo viera hundirse
plácidamente hasta ser tragado por el lodoso fondo lacustre. ¡Quisiera
imaginarme la enfurecida lapidación que acarrearía semejante declaración a la
inversa, de mujer a hombre! Ese interlocutor que, ojalá fuera imaginario, tacha
casi a priori la obra de las mujeres (y sólo hace excepciones en
contados casos de talentos femeninos tan contundentes que se vería mal si los
ninguneara de un plumazo) renegará típicamente de sus raíces provincianas;
hablará pestes de sus colegas femeninas, tapando su misoginia (de la que él ni
tiene conciencia) con galimatías elaboradas y doctos dictámenes sobre la falta
de “decoro poético” o la ausencia de rigor intelectual, a no ser con
tecnicismos sobre cesura de verso y rimas internas. Jamás admitirá —porque su
capacidad de introspección y su honestidad no llegan a tanto— que en el fondo
lo que le molesta, o lo que más bien se le escapa, es el ethos femenino:
los temas más privados, más introspectivos, más abiertos a la riqueza de las
emociones que tiende a abordar la escritura, por supuesto polifacética, de las
mujeres. Más aun, lo que quiere ese sujeto a menudo tuerto y afectivamente
tullido es triunfar en la capital de su país (aquí en el D.F., ombligo
institucional de la nación) o en cualquier centro alejado de las periferias,
tanto geográficas como ideológicas. Se subordinará para lograrlo a lo
culturalmente correcto, que no coincide necesariamente con lo políticamente
correcto. La misoginia, si bien no es políticamente correcta, es culturalmente
correcta: se refleja en una serie de hechos objetivos que podemos comprobar con
números y que delimitan situaciones reales de atraso y desigualdad. Todas las
cifras que hablan de salario según el género, repartición de tareas domésticas,
participación activa en política, niveles de escolarización, acoso y abuso
sexual, violencia conyugal, derechos laborales (y la lista se alarga hasta
parecer los pergaminos del Mar Muerto) confirman que, en 2005 todavía, es más
cómodo y prometedor ser hombre que otra cosa. Ruéguele al Creador que le surta
de menos un cromosoma Y en el reparto de genes. ¡Viva el hemisferio izquierdo
del cerebro! Sabemos que ahí están asentados el lenguaje y las capacidades
verbales, razón de más para desterrar los pañuelos y celebrar el triunfo de
Narciso —con todo y mito—, la victoria del Conquistador —con todo y trofeos y
premios literarios—, los dogmas de Saturno —señor del tiempo y de las reglas—,
y la excelsa intelectualidad de Urano —dios de las alturas que lanzaba a sus
hijos al mar desde el cielo estrellado porque no eran tan perfectos como lo
estipula el mundo de las ideas puras (léase masculinas) de Platón—. Hay que
recalcar la superioridad de los dioses barbudos sobre las pobres, enjutas y
blandengues deidades femeninas; no vaya a ser que algún día una fémina,
confesional por decreto, escriba un buen poema sobre sopas y bastillas, el
abandono del marido o las penas que estrechan su acongojado corazón de
hembra.
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