Algunas hectáreas de nieve: los personajes
de la novela Diario del Contemplante
entre los indígenas y las guerras de religión
Diario del contemplante
es una novela sobre esas hectáreas de nieve que se supone fuera la Nueva Francia. No
es, stricto sensu, una novela
histórica porque sus protagonistas son ficcionales. Pero la mayoría de los
personajes mencionados en sus conversaciones no lo son, por lo que todos sus héroes,
heroínas, villanos y villanas están sumergidos en los acontecimientos
históricos dramáticos que los rodean. ¿Por qué titular una ponencia sobre la Nueva Francia
“Algunas hectáreas de nieve”? Esta frase, que ningún quebequense llamado “de
cepa” desconoce, viene de una carta que Voltaire, el ideólogo de la Revolución Francesa,
escribiera a François-Augustin Paradis
Moncrif Monrion el 27 de marzo 1757, o sea 50 años después de la posible muerte de los protagonistas
de la novela Diario del contemplante.
El comentario despectivo de
Voltaire acerca del Canadá se tiene que ubicar en el contexto de la Guerra de los Siete Años, conflicto que estalló en 1756 en Europa, y que también
tuvo un frente bélico en las colonias de América, por lo que recibió el nombre
de Guerra Franco-india. La Guerra Franco-india constituía
ya el cuarto enfrentamiento colonial entre dos potencias, Francia e Inglaterra,
y duraría 9 años. Al principio hubo claro
predominio francés, pero el resultado final fue desastroso para los colonos
franceses de América del Norte: el 13 de septiembre 1759, Gran Bretaña conquista lo que era en aquella
época un Canadá
incipiente, alias la
Nueva Francia, en la famosa batalla de las llanuras de
Abraham, un descampado junto a las fortificaciones que rodeaban la ciudad de
Québec. Por supuesto que al hablar de un Canadá incipiente, hablo de un país
unificado que comparte una bandera, y de ninguna manera menosprecio todas las
tribus que habitaban ese vasto territorio antes de la llegada de los Europeos,
y tenían una historia. La famosa frase de Voltaire, que siempre nos dio
vergüenza a los francocanadienses, reza así: “Nos da lástima la pobre raza humana
que se degüella en nuestro continente por unas cuantas hectáreas de hielo en Canadá.”
Para
situar lo que fue la colonización de la Nueva Francia (hoy
la provincia de Québec), es útil recordar que Francia llevaba tiempo enfrascada
en una cruenta guerra de religión en la que se oponían el catolicismo y el
protestantismo. Si uno considera que desde los tiempos de Nostradamus —que nació
en el sur de Francia en 1503 y vaticinó el cisma religioso que desgarraría el
reino de Francia—, católicos y protestantes se mataban, debería espantarnos aun
más el hecho de que la política de decristianización que trajo la Revolución Francesa
encontraría su punto de culminación bajo el llamado Terror, a finales del siglo
18. Es decir, dos siglos después de los vaticinios de Nostradamus. De 1792 en
adelante, en la estela de la
Revolución, esta guerra civil de tintes religiosos cobró la
vida de entre 20 y 30% de los franceses. Hubo que esperar la caída de
Robespierre, el 27 de julio 1794, para que el país empezara a pacificarse y
encontrara un largo camino hacia la laicidad. Es en este contexto de guerras de
religión que se da la colonización de un territorio francés en las Américas,
llamado oficialmente Virreinato de
Nueva Francia. Este territorio, centrado en el río San Lorenzo, comprendía
todas las colonias francesas de Norteamérica, desde la desembocadura de aquel
río hasta el delta del Misisipi. Sus habitantes venían del noroeste de Francia:
Bretaña,
Normandía,
Poitou
y Saintonge.
Resulta
que los Europeos de la época estaban convencidos de que existía un paso, al
norte de las tierras nuevas, que conducía a las islas de las especies. Así fue
que el 24 de julio 1534, buscando lo que se creía era el llamado Paso del noroeste,
un navegante y cartógrafo bretón llamado Jacques Cartier sale de Saint-Malo,
cruza el Atlántico y planta una cruz gigantesca en Gaspé (un promontorio ubicado en la
desembocadura del río San Lorenzo) en nombre del rey de Francia, Francisco Primero.
En su segundo viaje de exploración, realizado en 1535-36,
Cartier llevaba tres barcos, y al cabo de su tercer viaje, realizado en 1541-42,
regresó a Francia con lo que él creía ser un inmenso cargamento de oro. El
mineral resultó ser vil pirita de hierro, de ahí la expresión francesa “el oro
de los locos” para hablar de algo que parece tener valor pero no lo tiene.
Cartier muere en Saint-Malo, amargado, humillado y derrotado, sin darse cuenta
de que, gracias a sus increíbles viajes de exploración —donde no se perdió ni se
averió ningún barco— él fue uno de los primeros en reconocer formalmente
que el Nuevo Mundo era una masa de tierra separada de Europa y Asia.
Había
sido plantado el germen de lo que fuera luego la Nueva Francia. No obstante la
hazaña de Cartier, los intentos de colonizar ese territorio casi virgen,
habitado por tribus esencialmente nómadas de cazadores y pescadores, fracasaron
durante casi 100 años. Los Franceses, ignorando la existencia de la llamada
Corriente del Golfo, que con sus aguas templadas calienta las costas
occidentales de Europa, no entendían por qué, habiendo navegado a la misma
latitud que París, encontraron ahí una tierra de nieves, desolada, donde la única
riqueza era la madera de los bosques interminables, con todo y los animales que
ahí habitaban. Esos animales se volvieron el sustento económico de la colonia,
al brindar sus pieles a los cazadores, alimentando así los mercados europeos. Pese
a que no pasara gran cosa en términos de colonización novo francesa en el siglo
XVI, viendo que los Españoles y los Británicos, más al sur, estaban
conquistando descomunales trozos de tierra, los Franceses no desistieron de
establecer asentamientos en las riberas del río san Lorenzo. Así fue que en 1600,
se fundó otro puesto de comercio de pieles en Tadoussac: sin embargo, diezmados éstos
por el escorbuto, las gripas y la viruela, sólo cinco colonos sobrevivieron al crudo
invierno canadiense. Pese a eso, los Franceses todavía no se quieren rendir. En
1604-1607, Samuel De Champlain —que hasta hoy en día es considerado el padre de
la Nueva Francia—
funda junto con otro explorador el burgo de Port-Royal, en Acadie, lo que es
hoy la provincia canadiense de Nueva Escocia. Dados los rigores del clima, el
asentamiento fue abandonado en 1607, restablecido en 1610 y destruido
definitivamente en 1613.
En 1608, Samuel De Champlain logra fundar la ciudad de Québec, donde estaba
asentado el pueblo indígena de Stadaconé.
Los Hurones, igual que
muchas otras tribus del norte (Abenakis, Innus, Micmacs, Montañeses) eran
enemigos de la gran tribu sureña, la de los mohicanos, que los franceses
bautizarían con el nombre de “Iroquois” o “Agniers”. Los Franceses se aliaron
militarmente con las tribus del Norte en contra de los Iroqueses. Los guerreros
y conquistadores iroqueses dominaban desde que, en 1570, hubieran formado una
confederación para poner fin a las incesantes guerras que oponían entre sí las numerosas
tribus iroquesas; este afán de paz dio lugar a un territorio pacificado al que
se le llamó la Iroquoisie. Sin
embargo, ésta no tardó en alcanzar una clara superioridad militar y política
sobre las tribus norteñas.
Samuel de Champlain y
los Algonquinos (una tribu del norte) atacan a los iroqueses en 1609, lo que
desata una guerra tribal y un conflicto armado con los colonos franceses: esas
tensiones bélicas durarían hasta el final de la Nueva Francia y envenenarían la
existencia de los colonos. Los Iroqueses, aprovechando la rivalidad que ya
oponía los reinos de Francia e Inglaterra, se hacen aliados de los Ingleses; la
semilla de la conquista que aniquilaría políticamente la Nueva Francia ya estaba
plantada. De 1648 a
1650, los Iroqueses destruyen la
Huronie, la alianza de pueblos indígenas del norte, lo que
resultaría desastroso para los colonos franceses, y añadiría a sus dificultades
de adaptación un elemento castrense.
Mientras tanto, había
empezado la obra de asentamiento y evangelización de esa tierra que fue pensada
como un bastión del catolicismo en tierra americana por un rey asediado por
conflictos religiosos en su propio país. En 1615, llegan a Canadá los Récollets, una rama reformada de los Franciscanos,
y en 1625, llegan los Jesuitas. En 1642,
se funda Montreal, llamada entonces Ville-Marie, ahí donde estaba asentado el
pueblo iroqués de Hochelaga. En 1663, para contrarrestar el fracaso económico que
había resultado ser la colonización del río San Lorenzo, la Nueva Francia se
vuelve colonia real, bajo la batuta de Luis XIV, el Rey Sol.
La principal
preocupación del clero en ese momento era que sobreviviera la gente a los
rigores del clima y a las enfermedades nórdicas, y prosperara un asentamiento
católico francófono de ultramar, esto aunado a la necesidad de evangelizar a
los Indígenas. El intento de evangelización, al contrario de lo que ocurrió en
las colonias ibéricas, progresó tan lentamente que se le acusó a monseñor de
Laval, obispo de Québec, de haber bautizado más castores que indios. Los minuciosos censos de población de la época muestran
claramente lo difícil que fue la sobrevivencia de esa utopía llamada Nueva
Francia. Las colonias crecieron lentamente, en parte porque a las minorías
religiosas no se les permitía establecerse ahí; por ley, la Nueva Francia era
solamente católica, y la inmigración para los hugonotes franceses estaba prohibida.
La censura religiosa, el clima boreal tan inhóspito, así como las guerras con y
entre indígenas, fueran frenos irreductibles al establecimiento de una colonia
próspera: en 1665, la población novo francesa era de apenas 3,215 habitantes
(mientras que en aquel mismo año, la población de las 13 colonias de Estados
Unidos, contiguas, alcanzaba los 75,000 habitantes). En 1681, la población de la Nueva Francia totalizaba los 9,677
habitantes. ¿Cómo, entonces, logró triplicarse la población en tan sólo 17
años? No sólo fue mediante leyes muy estrictas que forzaban a la gente a casar
a sus hijos so pena de cuantiosas multas, sino, principalmente, con la llega de
las llamadas filles du Roy (las “muchachas
del Rey”), unas huérfanas apenas núbiles que provenían de los orfanatos de la
diócesis de París. El imperio las mandaba en barcos a poblar esa tierra que según
Voltaire no era más que estériles extensiones de hielo.
Los
personajes de la novela Diario del
contemplante no saben aún que en 1763, una flotilla de guerra enarbolando
bandera británica llegaría al río San Lorenzo, que el general inglés Wolfe
pelearía en Québec contra el general francés Moncalm. Ambos generales mueren en
el enfrentamiento, pero Francia es derrotada militarmente al cabo de una batalla
que signaría el fin de una colonia. El Tratado de París, firmado el 10 de febrero de en
1763, marca la
capitulación de la
Nueva Francia. Supuso la pérdida de todas las posesiones
continentales francesas (y no sólo el final de la Nueva Francia, que acabó rayada del mapa como entidad política). Después de cierto
éxodo de los Franceses, en el que algunos se regresarían a la tierra de
ultramar, quedaron 65,000 colonos, conquistados y con un destino más que
incierto. Cuando Inglaterra y Francia se sentaron en la mesa de negociación a
ver qué territorio sería cedido como botín de la batalla de las Llanuras de
Abraham, se pensó en las islas del azúcar (Santo Domingo —que en aquel tiempo conformaba
todo Haití — Martinica y Guadalupe). Las minúsculas islas estuvieron a punto de
ser intercambiadas a la Corona
británica en pago por su victoria militar, en vez de la Nueva Francia, que
era vista como algo mucho menos valioso, con sus hectáreas de nieve. Sin
embargo, el lobby del azúcar de los dueños británicos de plantaciones en el
Caribe se opuso a que Inglaterra se quedara con las islas azucareras y abogó por
la cesión de la Nueva Francia:
temían la competencia de los franceses que eran dueños de plantaciones caribeñas
porque vendían el azúcar de caña muy barata. De haberse salido con la suya los
partidarios de que se cedieran las islas caribeñas en vez de la Nueva Francia, hoy todo Canadá
hablaría francés, y la lengua materna de Saint-John Perse y de Aimé Césaire
hubiera sido el inglés.
No obstante las pérdidas que siempre
representa una conquista, a los colonos franceses le fue relativamente bien
bajo yugo británico, considerando la política de asimilación de la época: ni su
idioma, ni su religión, fueron el blanco de medidas de censura o exterminio,
como suele suceder en los casos de conquista militar. La Corona inglesa decidió ser
benévola con ellos, no porque esos colonos pobres les simpatizaran, sino porque
temía un efecto de contagio de parte de los colonos ingleses del sur, que
reclamaban en ese momento la independencia, la ruptura del lazo con el trono
inglés. Si los conquistadores ingleses aplicaban mano dura en contra de los
conquistados, éstos podrían aliarse con los revoltosos de Maine y de Massachussets,
y reclamar también su propio país.
La
novela, cuyos personajes oscilan entre la Nueva Francia y la Madre Patria, versa también
sobre las consecuencias, en Francia, de un evento clave del siglo 17, la
revocación del Edicto de Nantes,
firmado originalmente el 13 de abril de 1598
por el rey Enrique IV de Francia. Este decreto permitía libertad
de culto, dentro de ciertos límites, a los protestantes calvinistas.
Su promulgación había puesto fin a las guerras de religión que convulsionaron el
territorio de Francia
durante el siglo XVI,
y cuyo punto culminante fue, tal vez, la matanza de San Bartolomé, acaecida el
24 de agosto de 1572, que significó
la masacre de miles de hugonotes.
El primer artículo del Edicto de Nantes era un
artículo de amnistía que ponía fin a la guerra civil:
Que la memoria de
todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros tras el comienzo del mes
de marzo de 1585 y
durante los convulsos precedentes de los mismos, hasta nuestro advenimiento a
la corona, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida. No será posible
ni estará permitido a nuestros procuradores generales, ni a ninguna otra
persona pública o privada, en ningún tiempo, ni lugar, ni ocasión, sea esta la
que sea, el hacer mención de ello, ni procesar o perseguir en ninguna corte o
jurisdicción a nadie.
En los siglos XVI y
XVII, el edicto se conocía como Edicto de pacificación. Sin embargo, el Edicto de gracia de Alès, promulgado
el 28 de junio
de 1629,
lo deroga. Esto reaviva el conflicto religioso derivado del gran Cisma, y desata
también una cacería de brujas. Se busca combatir no sólo el luteranismo, sino erradicar
todas aquellas prácticas que son vistas como amenazas al dogma católico. La astrología
es prohibida por Colbert, el famoso ministro de Luís XIV, en 1666. En ese
contexto se tienen que mover aquellos personajes de la novela. En 1685, en la
estela de ese retroceso que fue la revocación, se promulga el Código Negro, que
pretende reglamentar la esclavitud en las islas del Caribe. Así, el conflicto
que opone Ingleses y Franceses en la Nueva
Francia halla ecos en el Caribe, o viceversa. El Código
negro, entre otras cosas, animaba a los amos de plantaciones a bautizar
a sus esclavos en el catolicismo, instruirlos, proporcionarles educación y
un entierro católico. Los redactores
del código creían, igual que los Jesuitas con los Algonquinos
que intentaban cristianizar, que los Negros sí eran seres
humanos dotados de un alma y
pasibles de salvación. En la sección 2 del Código negro,
se les prohíbe a los dueños de plantación y a sus
esclavos, como reflejo especular de lo que fuera el fundamento de la Nueva Francia, la
práctica de la fe protestante.
Todos somos producto de
la Historia:
la lengua que hablamos, el color de nuestra piel, la religión que profesamos,
nuestra manera de pensar, de ver el cuerpo, las instituciones, el gobierno, la
vida y la muerte, lo que comemos, valoramos y detestamos es consecuencia de lo
que sembraron los que nos precedieron en el tiempo y en el espacio.