miércoles, 19 de noviembre de 2014

El gran pensador Carlos Lineo (artículo originalmente publicado en la extinta revista Tragaluz)



Carl von Linné y los intríngulis del arca de Noé

Por Françoise Roy

Guiño: No es ni una piedra ni una planta,
es, por lo tanto, un animal
Carlos Lineo

Otro guiño: La vista siempre debe aprender de la razón
Johannes Kepler
      

Un fascículo de unas cuantas hojas, titulado Systema Naturæ (Leyden, 1735), abrió tal brecha en los tortuosos caminos del saber que acabó dándonos, por antonomasia, el muy moderno concepto de biodiversidad. Su autor, Carl von Linné, el padre directo de la botánica e indirecto de la ecología, colocó las bases modernas de la taxonomía, que permite identificar una especie animal o vegetal mediante una referencia común y cuidadosamente documentada, válida en el mundo entero. Este botanista aficionado al trabajo de campo, que motivó en vida y durante siglos después de muerte verdaderos ejércitos de cazadores de hojas y pétalos peligrosamente armados con lupas y pinzas, nació en Suecia en 1707 y fue docente de las Universidades de Lund y de Uppsala. De ser Carolus Linnaeus (su nombre académico, latinizado) un distinguido profesor perdidamente enamorado de las corolas, pasó a ser Carl von Linné después de que el rey de Suecia Adolf Fredrik le confiriera sus letras de nobleza. Se le conoce además por haber iniciado el uso de los símbolos grecorromanos del dios de la guerra, Marte (, que gráficamente representa el escudo y la lanza del guerrero) y de la diosa del amor y de la seducción, Venus (, que gráficamente representa un espejo de mujer) para designar respectivamente lo masculino y lo femenino. También defendió el amamantamiento de los hijos propios, impugnando la costumbre de las mujeres acomodadas de recurrir a los servicios de nodrizas. 
Clasificar y nombrar fue el trabajo de vida de Linné, un quehacer que empieza mucho antes del siglo 17. Si bien la nomenclatura bíblica que divide a los animales entre puros e impuros no nos parece muy científica, tenemos ya, desde tiempos inmemoriales, el mito del arca de Noé, tal vez el más conmovedor y antiguo recuento de la diversidad animal. Los antiguos sabían que un león no es lo mismo que una gacela, pero iban a pasar muchos siglos antes de que emergiera el concepto de especie como tal, una idea muy controvertida cuyos detractores iniciales eran los postulantes de la generación espontánea. Fue esa teoría ampliamente aceptada la que retrasó, históricamente, la aparición del concepto de especie. Pensar que las larvas aparecen ex nihilo se nos antoja hoy en día igual de descabellado que Santo Tomás afirmando que los planetas se mueven en el firmamento porque los empuja un ángel, pero el mismo Aristóteles era partidario de la generación espontánea, y no fue hasta el siglo 17 cuando Jan Swammerdam demostró que los insectos no se reproducían así, sino que tenía órganos formados por epigénesis, es decir que se desarrollan por secuencias. Fue el predecesor de Linné, otro gran naturalista llamado John Ray, quien diseñó un sistema de registro natural basado en la observación directa y quien inventó, propiamente, el concepto de especie, que él definió como el conjunto de seres capaces de reproducirse y tener crías o retoños iguales a sus padres. La palabra especie misma tiene parentesco etimológico con los espejos, ya que procede del latín specere, que significa “ver”, “mirar”. Los naturalistas como Ray y Linnaeus eran agudos observadores del mundo vegetal y partidarios de la observación de primera mano. 
Si bien los herbarios y bestiarios medievales, con sus poéticas descripciones donde la fantasía y la ficción se comían a dentelladas los linderos de la realidad objetiva, fueron durante 1500 años el instrumento mediante el cual los europeos letrados conocían la naturaleza, los trabajos pioneros de Carlos Lineo (como lo conocemos en el mundo de habla hispana) permitieron que una flor antes llamada (llenen sus pulmones de aire)physalis amno ramosissime ramis angulosis glabris foliis dentoserratis se volviera algo tan simple como physalis angulata. Sus descubrimientos se inscriben en lo que fuera un intenso período de exploración y documentación de la naturaleza para fines de ordenamiento, que se extendió desde mediados del siglo 17 hasta mediados del siguiente.
El sistema de Lineo se basaba en características compartidas y observables, y de haber sido diseñado fundamentalmente para las plantas, se extendió luego al reino animal. Cuando él muere en 1779, su esquema binomial fincado en el género y la especie lo había destinado a ser el Sigmund Freud del mundo botánico. Recurriendo al sentido común, Lineo clasificó a las plantas dentro de una jerarquía, centrando sus observaciones en las etaminas y los pistilos, díada que conforma el aparato sexual de las plantas. Ahí es donde el asunto se pone sabroso. Siendo un luterano devoto que creía en una ley divina de indemnidad (una suerte de retribución directa recibida en vida, que premia o castiga las acciones de uno), nuestro voyeur del mundo vegetal escribió en una época en que la sexualidad, aun la de las flores, era considerada sospechosa y ciertamente muy embarazosa. Poco le faltó para ser acusado de obsceno, de la misma manera que los pioneros de la invención del microscopio fueron acusados de mentirosos porque lo que decían ver en la lente no podía ser sino el producto de ilusiones ópticas o de mentes fantasiosas y trastornadas. En una era en que la ciencia y el conocimiento estaban ceñidos a la ortodoxia religiosa, en que la doctrina cristiana se negaba a admitir que hubiese tierra habitable abajo del ecuador, en que reportar las numerosas especies animales del Nuevo Mundo llevaba a la conclusión herética de que tantas criaturas no pudieron haber cabido en el arca de Noé, en que la edad de la Tierra y los mapas se tenía que acoplar al pie de la letra a las cuentas y la geografía bíblicas, la observación directa, como la que alentó a Lineo a investigar la flora de Laponia, contribuyó a que el saber se librara del yugo del dogma y escapara a la férula de lo “teológicamente correcto”. Otros pensadores, como Giordano Bruno, pagaron por su osadía siendo arrojados a las llamas de una hoguera.     

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