martes, 18 de noviembre de 2014

Anne Hébert: una transsubstanciación de la palabra en otros lares - conferencia dictada en Tlaxcala en 2009 acerca de un libro de ensayos críticos sobre la poeta quebequense Anne Hébert, con autoría de Willebaldo Herrera




Anne Hébert: una transsubstanciación de la palabra en otros lares

            Hace poco, Ahmad Yacoub, un amigo mío que además de ser palestino es poeta, me pedía, desesperado por tener a su esposa e hijos atrapados en Gaza bajo intensos bombardeos israelíes, que le ayudara rezándole al ángel de la poesía. Si no hubiera sido por respeto —dada la inerrable tragedia que él y su familia estaban viviendo— le hubiera contestado que se había equivocado de ángel, que le convenía más uno cabalmente guerrero, más bravo que el posible protector de los versos, uno que estuviese armado con espadas flamígeras, una suerte de justiciero exterminador, no un ser inofensivo cuyas amuniciones son simples palabras. ¿Qué huella podría dejar en este mundo el ángel de la poesía, de existir uno? Incontables veces me he preguntado, si no es por vil locura, las razones por las cuales uno, en una sociedad hipermediatizada y dominada por los fríos imperativos del mercado y del consumismo a ultranza, quiera dedicar su vida a una empresa tan fútil como puede serlo la poesía, y más aun, a su estudio y difusión. Si el poeta tiene el gozo del posible reconocimiento a su obra como agasajo para su ego y si su eventual inscripción en los dédalos de la posteridad puede ser un motivo de escritura per se, el que como Willebaldo Herrera da a conocer la obra de una poeta en un lugar donde es prácticamente desconocida carece, a priori, de todo incentivo para hacerlo, salvo la embriaguez gratuita que proporciona la belleza. Es irónico que quien haya dicho que “la belleza es el esplendor de la verdad”, sea justamente quien expulsó a los poetas de su república ideal, quien los ahuyentó como a una horda de leprosos mancillando un mundo idóneo. Y no menos irónico resulta ser que el autor de una obra que —dicen los que saben árabe—, deslumbra por su belleza, se haya pronunciado claramente a desfavor de los poetas, ésos que en la Arabia antigua eran, sin embargo, el epítome de la elocuencia. ¿No dice acaso la azora 36 del Corán, en el versículo 69: “No le hemos enseñado [a Mahoma] poesía, que no convenía a su misión”?Y por si fuera poco, el libro sagrado de los árabes remata luego diciendo esto: “En cuanto a los poetas, sólo los siguen los extraviados, ¿no ves que braman en todo el valle y que dicen lo que no hacen?”
            Es, pues, embriagados por la belleza de la palabra —“extraviados” como diría el profeta Mahoma— que Willebaldo Herrera y yo nos embarcamos en esa aventura literaria cuyo eje es la obra de la escritora canadiense Anne Hébert. Mi papel ahí fue de más humilde: en mi extravío, en mi amor por la belleza, me limité a darle a conocer a Willebaldo los poemas de Hébert, y él quedo inoculado por esa veneno, esa agua vulneraria, ese suero misterioso que suelta en nosotros el dardo de la poesía. La autora misma nos habla de esa revelación en estos versos que de alguna manera signan toda su obra, y cito:

Conocimiento sobre las plazas abiertas, el árbol de la palabra arroja
            sombra en el silencio quemado de ira.

Quien dice su resentimiento siente su corazón en el costado como
            arma fresca,

Quien nombra el fuego, lo mira que se mueve enfrente, todo en flor,
            como zarza de vida

El jardín será muy grande, bajo altas maestrías de aguas y de bosques, muy en
tierra, muy en soplo, y todas las hojas legibles en el viento,

Quien dice viento, quien dice río, ve la tierra arrodillarse,

Quien denuncia las fechorías de los antepasados y la angustia cultivada
            en las ventanas de las mujeres, igual que una acedera púrpura,

Recobra la fuerza de sus brazos y el juramento de fidelidad de su alegría entre
            sus dedos ya quietos,

Quien pronuncia claramente la palabra magia y lava a chorros las
            piedras sagradas, desata el carnero y el cordero, condena la flor
            del sacrificio en el flanco del sacerdote y de los esclavos.
           
            El libro que se presenta hoy es la culminación de esa chispa que nació en el maestro Herrera al leer la poesía prístina de Anne Hébert, que si bien en Canadá y en el mundo de la poesía francófona no necesitaba presentación, sí la necesitaba en Latinoamérica. Por la política editorial de quien tiene los derechos de la obra de Hébert en Francia, su poesía en traducción difícilmente podrá circular íntegramente y ser editada en español. De ahí la importancia de que un ensayista con tal erudición haya rescatado a esta poeta canadiense de las tinieblas que imponen a veces políticas mercantiles poco afines a los quehaceres del verso. Y digo “tinieblas” no porque la obra aludida haya sido olvidada sino porque una espada de Damocles está blandida sobre su traducción.
El libro de Willebaldo Herrera casi peca de minucioso. Todo en él remite a los numerosos entresijos que esconde la obra de Hébert. Uno de ellos, claramente rescatado en el estudio de ese bien titulado Jardín de la Reina, es la relación —personal y literaria — de Hébert con otra gran figura de la literatura quebequense, su primo Hector de Saint-Denys Garneau. Representante de un modernismo tal que su obra fue el blanco de un ninguneo motivado enteramente por la incomprensión y no por su falta de calidad, Saint-Denys Garneau fue el principal mentor de Hébert. Las malas lenguas cuentan de una relación incestuosa entre ambos, que hubiera derivado en un aborto. No importa si esto es cierto o no. Lo que importa aquí es la huella que un poeta, muerto en su juventud y ninguneado por la crítica de su época, dejó en otra creadora. Como no podríamos hablar de literatura quebequense sin mencionar a Saint-Denys Garneau, tampoco podríamos hacerlo sin explayarnos sobre la prosa y la poesía de Anne Hébert, nacida en Sainte-Catherine-de-Fossambault, cerca de la ciudad de Quebec, en 1916. Su obra, ampliamente aclamada por la crítica como una de las más profundas de la literatura canadiense contemporánea, abarca todos los géneros: novela, cuento, teatro, ensayo y poesía. Hébert empezó a publicar a finales de los años treinta, y sus escritos, que ostentaban cierta crudeza aunada a un gran lirismo, causaron revuelo en la sociedad puritana que los vio nacer. Después de haber ganado el premio Athanase David en 1942, Hébert sorprende con la publicación, en 1953, de su poemario Le tombeau des Rois (La tumba de los Reyes), que la colocó entre las mejores poetas de lengua francesa. Ese poemario y otro titulado Mystère de la parole (Misterio de la Palabra), reunidos en un solo libro, recibieron en 1960 el premio del Gobernador General, el más prestigiado del país en el rubro de las artes.  
Como lo subraya el libro de ensayos del maestro Herrera, un rasgo de pérdida primigenia atraviesa toda la obra de Anne Hébert. Hay ahí una herida de separación que sólo el amor, elevado a su más alta expresión y en el que media la palabra como entidad salvadora, puede al fin mitigar. El jardín de la reina, libro escrito con la mente afilada por una navaja de rasurar y con el corazón en la mano, da cuento de ello con gran elocuencia. Como Herrera mismo lo apunta, la obra de Hébert aborda una gran variedad de temas: la huella indeleble que imprime la geografía de un lugar en la vida de uno, una cosmogonía  universal donde priva la mitología griega, las representaciones simbólicas de la creación del mundo, los misterios de la infancia, el destino común a los seres humanos, el amor hallado y perdido, la magia del lenguaje, así como ciertas temáticas sociales relativas a la libertad, la justicia y la igualdad, los tres grandes ejes de la Revolución Francesa.
El jardín de la reina es un libro apasionado, que no por apasionado resulta falto de profundidad. Después de una extensa investigación sobre la obra y vida de Hébert, Willebaldo Herrera las coloca acertadamente en el contexto cultural y lingüístico en el que se acuñaron, como se acuña una moneda. No hay que olvidar aquí las condiciones sociales que imperaban en el Québec de aquel entonces, y que Hébert reproduce fielmente en su obra narrativa: yugo religioso, papel de las mujeres como reproductoras y pilares del hogar, amores prohibidos por la moral católica, familias encargadas de mantener la pureza de la fe y cuyas historias —las más de las veces sombrías— se desenvuelven a menudo sobre un telón de fondo invernal donde el bosque y el agua son omnipresentes. Todos los arquetipos femeninos cobran vida en la obra de esta gran escritora: la amante adúltera, la madre sacrificada, la sirvienta, la religiosa que sublima su sexualidad al servicio de la fe, la mujer que enfrenta un embarazo no deseado. Todas las variantes de Eva, madre espiritual de la progenie, encuentran un destino a su medida en la prosa o los versos de esta reina dueña de un jardín hecho de palabras.
Al rememorar el quehacer creativo de Hébert, recordamos que la provincia de Québec —enclave francófono, de extracción católica, engarzado en un continente norteamericano angloparlante y protestante— nos pone frente a una doble paradoja. La ideología y las peculiares circunstancias históricas (específicamente, el movimiento de independencia de Estados Unidos) que permitieron la sobrevivencia de las comunidades de habla francesa en América del Norte en un tiempo en que todos los pueblos conquistados tendían a ser asimilados, también son las mismas que retrasaron la emergencia de una vida cultural activa, libre y autónoma, entre los descendientes de la Nueva Francia, esos “latinos del Norte”. Cabe recordar que a principios del siglo XX, la sociedad quebequense era predominantemente rural, conservadora, presa del yugo cultural de sus vecinos de habla inglesa. Los habitantes de esta isla de habla francesa perdida en un mar de habla inglesa vivían bajo la sombra  de sus propios compatriotas angloparlantes, que tenían el dominio económico del país. La época en la que empezó a escribir Anne Hébert es recordada por muchos críticos quebequenses como la Gran Oscuridad. Para liberarse de esa camisa de fuerza, un grupo de artistas, inspirándose en las ideas del pintor Paul-Émile Borduas, redacta y publica, en 1948, un manifiesto revolucionario llamado Refus global (Rechazo Global), precursor de una gran conmoción ideológica y nacionalista. En efecto, en los años sesenta, bajo las embestidas de la modernidad y sus valores centrados en el individuo, la llamada bella provincia emprende un viaje de cambio cultural y político tan vertiginoso que se le bautizó la “Revolución Tranquila”: “revolución” porque en una sola generación una sociedad ultra conservadora se torna posmoderna, y “tranquila” porque no se derrama una sola gota de sangre en el proceso. Si bien se ha reseñado de sobras el parte aguas que fue Refus Global en la construcción de una identidad nacional basada, de entonces en adelante, en la lengua (una lengua por demás fuertemente minoritaria en el extenso solar norteamericano), poco se ha dicho sobre la participación de las mujeres en ese trastrueque ideológico trascendental. Y si hay una figura femenina digna de ser recordada en esa conmoción cultural y artística que inició el Rechazo global y desembocó hacia la Revolución Tranquila —paradoja de paradojas, pues cómo una revolución puede darse con el corazón calmo?— es la de Anne Hébert.
Willebaldo Herrera entendió de sobra lo que el protagonista de la novela Disgrace, de J.M Coetzee, un profesor de poesía, dice acerca de ese género artístico del que opinaba la misma Hébert yacía en la misma entraña de todo arte. Cito a David Lurie, el personaje de Coetzee: But in my experience Poetry speaks to you either at first sight or not at all. A flash of revelation and a flash of response. Like lightning. Like falling in love (Pero en mi experiencia, ya sea que la Poesía te habla a primera vista, ya sea que no te dice nada. El fucilazo de una revelación y el fucilazo de la respuesta. Como el relámpago. Como enamorarse). El jardín de la reina, por su sensibilidad, su agudeza, la minuciosa investigación que le dio lugar, reboza de esa chispa a la que alude David Lurie. En cada página del libro se trasluce la epifanía de un lector atento y culto como Willebaldo Herrera frente a una poética, frente a una obra que pugna por ser recordada y estudiada.  
Seamos, pues, extraviados como le decía Mahoma a los versificadores. Seamos alcanzados por el rayo, como dice David Lurie en Disgrace. Recémosle al ángel de la poesía que no puede salvar a las víctimas de la guerra, pero sí puede mitigar nuestra soledad en un mundo humano que sin arte sería carente de belleza. Leamos las palabras sabias de Willebaldo Herrera sobre una gran poeta simbolista que hoy, desde la invisibilidad, desde el otro lado de esa tela porosa o impenetrable que nos separa del reino de los muertos, casi hace su debut en México en este necesario libro de ensayos. Qué más nos queda sino darle a esta voz quebequense excepcional la oportunidad, aquí en esta hermosa ciudad de Tlaxcala, de recitarnos este poema escrito del puño y letra de una poeta cuya poética Willebaldo Herrera supo captar tan lúcida y atinadamente. 

Mystère de la parole        

Dans un pays tranquille nous avons reçu la passion du monde,
épée nue sur nos deux mains posée

Notre cœur ignorait le jour lorsque le feu nous fut ainsi remis,
et sa lumière creusa l’ombre de nos traits

C’était avant tout faiblesse, la charité était seule devançant la
crainte et la pudeur

Elle inventait l’univers dans la justice première et nous avions
part à cette vocation dans l’extrême vitalité de notre amour

La vie et la mort en nous reçurent droit d’asile, se regardèrent
avec des yeux aveugles, se touchèrent avec des mains précises

Des flèches d’odeur nous atteignirent, nous liant à la terre
comme des blessures en des noces excessives

Ô saisons, rivière, aulnes et fougères, feuilles, fleurs, bois
mouillé, herbes bleues, tout notre avoir saigne son parfum,
bête odorante à notre flanc

Les couleurs et les sons nous visitèrent en masse et par petits
groupes foudroyant, tandis que le songe doublait notre
enchantement comme l’orage cerne le bleu de l’œil innocent

La joie se mit à crier, jeune accouché à l’odeur sauvagine
sous les joncs. Le printemps délivré fut si beau qu’il nous prit
le cœur avec une seule main

Les trois coups de la création du monde sonnèrent à nos
oreilles, rendus pareils aux battements de notre sang

En un seul éblouissement l’instant fut. Son éclair nous passa
sur la face et nous reçûmes mission du feu et de la brûlure

Silence, ni ne bouge, ni ne dit, la parole se fonde, soulève
notre cœur, saisit le monde en un seul geste d’orage, nous
colle à son aurore comme l’écorce à son fruit

Toute la terre vivace, la forêt à notre droite, la ville profonde
à notre gauche, en plein centre du verbe, nous avançons à la
pointe du monde

Fronts bouclés où croupit le silence en toisons musquées,
toutes grimaces, vieilles têtes, joues d’enfants, amours, rides,
joies, deuils, créatures, créatures, langues de feu au solstice de
la terre

Ô mes frères les plus noirs, toutes fêtes gravées en secret ;
poitrines humaines, calebasses musiciennes où s’exaspèrent
des voix captives

Que celui qui a reçu fonction de la parole vous prenne en
charge comme un cœur ténébreux de surcroît, et n’ait de cesse
que soient justifiés les vivants et les morts en un seul chant
parmi l’aube et les herbes.



Misterio de la palabra     


En un país tranquilo recibimos la pasión del mundo,
alfanje expuesto posado sobre nuestras dos manos

Nuestro corazón desconocía el día cuando el fuego nos fue así entregado,
y su luz trazó un surco en la sombra de nuestras facciones

Era ante todo flaqueza, la caridad estaba sola adelantándose al
miedo y al pudor

Inventaba el universo en la justicia primera y éramos
partícipes de esta vocación en la extrema vitalidad de nuestro amor

La vida y la muerte en nosotros recibieron derecho de asilo, se miraron
con ojos ciegos, se tocaron con manos precisas

Nos alcanzaron las flechas de olor, atándonos a la tierra
como heridas en nupcias excesivas

Oh estaciones, río, alisos y helechos, hojas, flores, madera
mojada, hierbas azules, todo nuestro haber sangra su perfume,
bestia olorosa en nuestro flanco

Los colores y los sonidos nos visitaron en tropel, en pequeños
grupos fulminantes, mientras que el sueño duplicaba nuestro
encanto como la tempestad cierne el azul del ojo inocente

La alegría se puso a gritar, joven parturienta de olor salvajino
bajo los juncos. La primavera liberada fue tan hermosa que nos tomó
el corazón con una sola mano

Los tres golpes de la creación del mundo repicaron en nuestros
oídos, iguales a los latidos de nuestra sangre

En un solo deslumbrar se hizo el instante. Su relámpago nos recorrió
el rostro y recibimos la misión del fuego y de la quemadura

Silencio, ni se mueve, ni dice nada, se funda la palabra, levanta
nuestro corazón para asir el mundo en un solo gesto de tormenta, nos
adhiere a su aurora como al fruto la corteza

Toda la tierra vivaz, el bosque a nuestra derecha, la profunda ciudad
a nuestra izquierda, en pleno centro del verbo, avanzamos en la
punta del mundo

Frentes de cabellos ensortijados donde se corrompe el silencio en pelambres                 almizclados, todas las muecas, viejas cabezas, mejillas de niño, amores, arrugas, alegrías, duelos, criaturas, criaturas, lenguas de fuego en el solsticio de la tierra

Oh hermanos míos los más negros, todas las fiestas grabadas en secreto ;
pechos humanos, calabazas de música donde se exasperan voces cautivas

De ustedes se haga cargo quien recibió la función del habla, como un corazón por añadidura tenebroso, y no se detenga hasta que sean justificados los vivos y los muertos en un solo canto entre el alba y las hierbas

No hay comentarios.:

Publicar un comentario