martes, 18 de noviembre de 2014

Apuntes sobre el poeta sonorense Abigael Bohórquez, a raíz de la publicación de su poemario POÉSIE EN GAGE/POESÏA EN PRENDA (2010) Mantis Editores, Guadalajara, en coedición con Écrits des Forges, Trois-Rivières, Canadá




Bohórquez : el estilista con conciencia social

            Se ha dicho con acierto y conocimiento de causa de la poesía de Abigael Bohórquez que fue injustamente excluida de las obras canónicas de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Huelga decir que no sólo hay literatura periférica porque esté escrita en lenguas poco habladas o porque se publique en lugares muy alejados de los centros de producción editorial del primer mundo: también hay literatura periférica porque se gestó lejos de los grupos de poder que deciden de la difusión de ciertas obras, ciertos autores y ciertos temas en un momento histórico dado: tal vez el caso de Abigael Bohórquez sea emblemático al respecto. Como poeta que no figuraba en las antologías de su tiempo y su espacio geográfico, no murió del todo al fallecer en 1995, sino que sobrevivió en la memoria gracias a su obra, que —siendo poco publicada y poco difundida— circuló sin embargo de mano en mano y de boca en boca. Así sobrevivió Bohórquez a los embates del olvido, y la publicación bilingüe de este poemario (que reúne una selección muy representativa de su obra) es sin lugar a dudas  prueba vibrante de ello. Si bien los muertos no son muy volubles, siendo de hecho lacónicos en exceso (gente de pocas palabras, se diría), por lo que no podemos preguntarle a Abigael Bohórquez su opinión al respecto, yo sospecho que él hubiera visto en ese destierro literario, más que un castigo, un destino libremente elegido para mantener su libertad. No es hipérbole decir que la búsqueda de libertad subyace en toda la obra bohorquiana, como él mismo lo confiesa:
“Acostumbro (…) a mis zapatos a que pisen
y a mis ojos a que indaguen
todos los territorios,
porque no me enseñaron qué era el beso,
ni la palabra,
ni los automóviles,
ni el sí,
ni el no.
Y no haber sido
y no ser.
  
            Al traducir el libro de Abigael Bohórquez, me preguntaba yo qué recepción tendría en un lector quebequense, acostumbrado a las nubes y a la nieve, al rigor del clima nórdico. Si la poesía es una experiencia universal, ¿qué puede entender alguien que no conoce la sequía resquebradora del desierto mexicano de poemas que son verdaderas elegías de la biznaga, del palo fierro, del sol implacable? ¿Cómo colocar, semánticamente, esas celebraciones en versos de una geografía diametralmente opuesta a la que conoce el lector que lo leerá en traducción? Dicen que cuando la gente del Sahara veía árboles por primera vez —situación que se daba, por ejemplo, cuando los beduinos se enrolaban por en el ejército argelino para combatir al colonizador francés durante su guerra de independencia en los años sesenta—, se ponía a llorar. No sabemos si derramaban lágrimas de alegría o de espanto, de turbación o de nostalgia, pero se cuenta que la vista de enramadas verdes conmocionaba a los hombres del desierto. Tal vez los habitantes del norte en quien yo pensaba al traducir esos poemas para un lectorado canadiense tengan la misma experiencia al leer ese tributo del poeta sonorense al paisaje mezquino y deslumbrante de la eterna sequía norteña:
“Oh, Desierto, jaula del sol, oh, Mío,
al aire reo y loco de la ausencia,
miro pasar tus trenes como la arena entre los dedos,
miro pasar mi pubertad desalentada
hacia donde me condujeron,
miro cómo a mitad de marzo, desde el centro del mundo,
te cubres de azucenas
y nadie sabe nunca cómo, de dónde, desde dónde,
los bulbos arremeten sus estigmas liliáceos
y te engendran, te cumplen desde abajo,
decretándote la primavera de un instante;
miro también la flora inverosímil
de la biznaga y la pitahaya,
que son el galardón de la hora nona,
el premio a su martirio deslumbrado.”
            Se trata de un mundo tan ajeno al del lector francófono para quien fue traducido este libro, que la experiencia de traducción fue una de traslado geográfico (y al decir eso, me acuerdo que la palabra “metáfora” en griego moderno significa simplemente “mudanza”, en el sentido pedestre de “flete”, “cambio de casa”). Y por ello me acordé de las teorías del subdesarrollo del mundo capitalista e industrial emergente de otrora, donde se establecía una relación casi causal entre clima y temperamento, y por antonomasia, entre desarrollo o progreso: la gente del sur no progresaba porque vivía en climas demasiado fáciles para estimular su ambición. Tal vez la obra de Bohórquez les da algo de razón a los teóricos clasistas y racistas del siglo 19: con sus palabras que retumban, se lamentan, interpelan, es tan extrema y contundente como los paisajes sonorenses que lo vieron nacer. Ahí la vida es una áspera lucha y las criaturas que habitan terruños quemados por el sol deben tener espinas o ponzoña para sobrevivir. Lo menos que se puede decir de la poesía de Bohórquez es que sí tiene espinas; el poeta abordó temas que en su época no eran hablados abiertamente, como la homosexualidad, y si bien su vertiente de crítica social no rompió cánones, está ahí en medio de la obra bohorquiana, pujante, perturbadora, incapaz o renuente a hacer concesiones.
            Asimismo el lector encontrará en este poemario todos los ejes temáticos que atraviesan como flechas la poética de Abigael: la protesta social —con sus retoños concomitantes: justicia, deseo de inclusión, desigualdad, y la rabia que nace de ello—, la magia del desierto, la fuerza del erotismo, el irrompible lazo con la madre, las lagunas de la infancia y el penoso despertar a la hombría. Un paseo por los dédalos de la remembranza, un dulce vía crucis salpicado de ironía y desengaño. Si para los griegos de antaño la memoria era una musa, ella lo fue también para Abigael Bohórquez, que recuerda con increíble nitidez su adolescencia, los momentos pasados en la cama del amante, el perro de su juventud. Y como verdadero labrador de la palabra que era un
Nuestro poeta celebrado hoy, no escatimó recursos literarios para acercarle al lector su mundo íntimo, familiar, desgarrado por el sida y deslumbrado por la belleza: neologismos, modismos casi intraducibles, regionalismos, juegos de palabra, arcaísmos y —añadiría yo— palimpsestos casi, son muchos versos que alumbran las páginas de ese poemario. Abigael el lingüista, el humorista, el cínico, el denunciador, el libertador, el amoroso, el nostálgico, el aguerrido, el hijo pródigo, el geógrafo, botánico y amante del desierto, todos los Abigaeles se dan la mano en esta Poesía en prenda.      
            Si tuviera yo que encontrar una analogía entre una cosa y la poesía bohorquiana, como en esos juegos de asociación automática donde uno tiene que decir lo primero que se le viene a la mente, yo afirmaría sin temor a equivocarme que la poesía de Abigael Bóhorquez asemeja una pitahaya: fruta del trópico árido, verde por fuera, pero muy roja por dentro, delicadamente dulce pero jamás empalagosa, jugosa y con semillas fáciles de tragar, inseparables de la carne. Un manjar poético, tan estético como la pitahaya, nos ofrece este poemario. No se diga más.

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