La mexicanidad de
López Velarde
Dentro de los quehaceres humanos, el
arte a menudo se reviste, en la conciencia popular, de un manto de santidad.
Cuando bien le va, y no es ignorado por sus congéneres, el artista es visto
como un profeta, aunque sea profano; el que está a la vanguardia de la Historia; el que entiende
y ve lo que otros no están facultados para ver o para comprender. En ese
proceso de endiosamiento, se nos olvida que la Literatura —una de las
bellas artes con “b” minúscula porque no recurre a la imagen estrictamente
mental que alude a un mundo ideal— es ante todo una institución. Y como toda
institución, está ligada al aquí y ahora del país donde florece. También operan
en ella, una vez institucionalizada, los mecanismos de inclusión y exclusión
que son la característica de cualquier sociedad humana. Digo “humana” porque
los gorilas y los delfines, por muy inteligentes que sean, todavía no llegan a
producir textos literarios o a pintar cuadros. Broma aparte, los países, sobre
todo cuando están en proceso de forjarse una identidad nacional, necesitan
figuras clave que den fe de su sensibilidad particular, de su creatividad, de
su alma. Ramón López Velarde, independientemente de la calidad de su obra
poética —que es innegable— cumplió esa función para el pueblo mexicano. Él se
convirtió —casi en vida, apenas póstumamente— en poeta nacional, y es para
México lo que serían Jacques Roumain para Haití, Hector de Saint-Denys Garneau
o Gaston Miron para Québec, Naim Frasheri para el mundo albanoparlante, Neruda para
Chile, Dante Alighieri para Italia, Goethe para Alemania, Cervantes para
España, Shakespeare para Inglaterra. Es más, hablando de Saint-Denys Garneau,
que hoy es poeta nacional, debemos recordar que al fallecer él, más o menos a
la corta edad a la que falleciera López Velarde, nadie daba un centavo por su
obra, y lo poco que él había publicado había recibido duras críticas o
indiferencia de parte de los literatos de su tiempo.
En ese afán de buscar seres impólutos que
resignifican el orgullo y los símbolos nacionales, se nos olvida que los poetas
son criaturas encarnadas. No llegan al mundo como si éste fuera una tabula rasa lista para ser grabada con
toda libertad, sino como personas que habitan un período histórico específico,
y cuyas vidas serán muchas veces torcidas o beneficiadas por los
acontecimientos de su tiempo. Pensamos en Leopardi, que sufrió en sus poemas
épicos y nacionalistas la invasión de Italia; en Gogol, que tenía que escribir
en clave para no ser mandado a un antecesor del GULAG, por las lejanas nieves
de Siberia; en García Lorca, que no pudo vencer la máquina de censura de la
derecha española que se resuelve por la muerte. López Velarde también dejaría en
sus versos la huella de su tiempo, y viceversa. ¡Quién como él para escribir
estos versos inaugurales de La suave
patria!
Patria: tu mutilado territorio se viste de percal y de abalorio.
Suave Patria: tu casa todavía
es tan grande, que el tren va por la vía
como aguinaldo de juguetería.
Y en el barullo de las estaciones,
con tu mirada de mestiza, pones
la inmensidad sobre los corazones.
Y sí, López Velarde llegó en tiempos turbulentos del país que
le diera luego el honroso título de “poeta de la Revolución Mexicana”.
Sabemos que apoyó abiertamente las reformas políticas
preconizadas por Francisco I. Madero, a quien le tocaría conocer
personalmente en 1910.
De aspirante a sacerdote a abogado, dejó su cargo de juez pueblerino para
trasladar a la capital nacional con la esperanza de que Madero le diera un puesto
de confianza. Madero probablemente no vio con buenos ojos el que López Velarde hubiera
salido de un seminario y profesara un catolicismo militante y por ello, de
seguro, no lo recompensó con un puesto de índole cultural. No hay que dudar que
no le pareció al espiritista Madero la religiosidad de López Velarde que
encontramos en versos como éstos:
Hoy que la indiferencia del siglo me desola
sé que ayer tuve dones celestes de contino,
y con los ejercicios de Ignacio de Loyola
el corazón sangraba como al dardo divino.
Feliz era mi alma sin que estuviese sola:
había en torno de ella pan de hostias, el vino
de consagrar, los actos con que Jesús se inmola
y tesis de Boecius y de Tomás de Aquino.
sé que ayer tuve dones celestes de contino,
y con los ejercicios de Ignacio de Loyola
el corazón sangraba como al dardo divino.
Feliz era mi alma sin que estuviese sola:
había en torno de ella pan de hostias, el vino
de consagrar, los actos con que Jesús se inmola
y tesis de Boecius y de Tomás de Aquino.
Tal vez porque aún no sabía que tenía que cuidar su estatus de poeta
nacional, López Velarde no tuvo palabras tiernas hacia ciertos próceres y semi
próceres (es decir, los que no quedaron ensalzados en los libros de Historia
aunque jugaron un papel fundamental en cambiar la cara de su país). La llegada
al poder de Victoriano Huerta —que lleva mal su nombre de
pila porque quedó en los anales mexicanos como un traidor, no como un victorioso—
incitó a López Velarde a dejar la capital, decepcionado de no haber sido
elegido por Madero (una capital donde regresaría en 1914), y puso un bufete
jurídico en San Luís Potosí. Con el mandato de Venustiano Carranza, se apacigua el país, pero la Suave Patria no sería lo que es
si el poeta hubiera empezado a escribir en tiempo de paz, si no hubiera sido un
provinciano criado en una república en busca de su identidad nacional.
No todos los genios literarios ingresan en vida
al panteón de los que son reconocidos como portadores de la antorcha verbal de
su país. De los que son vistos cruzando como cometas los cielos nacionales. Portugal
no le dio funeral de Estado a Fernando Pessoa, como lo hiciera Francia a la
muerte de Paul Valéry, por ejemplo. Los factores que determinan la fama y la
adopción por un pueblo de un artista emblemático, un testigo de su espíritu,
son complejos, y a menudo misteriosos. A López Velarde le tocó rozarse, aunque
fuera en papel, con un intelectual de la talla y de la fama de José Vasconcelos. ¿Qué otro Secretario de Educación
recuerda uno en la historia de México que no sea Vasconcelos? Fue éste quien
dictaminó que se le debía tributar honores al fallecido López Velarde en
calidad de poeta nacional.
Uno se puede preguntar qué
otras obras maestras hubieran salido de la pluma y del tintero de López Velarde
si no hubiera muerto tan joven. Como escritor, uno sueña con algo parecido a un
cronómetro para un corredor de cien metros o al equivalente de una cinta
métrica para un saltador de longitud. Algo que establezca objetivamente quién
es un genio y quién no. Pero pese a las ínfulas del mundo artístico acerca de
su sapiencia en cuanto al valor de las obras, la apreciación o la calificación
de la obra de arte es veleidosa. Obedece a múltiples factores, de tal manera
que la que es considerada por muchos críticos como la obra maestra de López
Velarde, Zozobra, recibió, por
ejemplo, duras críticas de parte de quien fuera el poeta del momento en su
tiempo y espacio, es decir, González Martínez. ¡Qué poemas todavía no
escritos se habrá llevado el genio de Jérez, Zacatecas, si no hubiera muerto de
bronconeumonía a la escasa edad de Cristo cuando fue puesto en la cruz! ¡Qué
versos hubiera tejido el que Xavier Villaurrutia consideraba el Beaudelaire
mexicano!
Gran intérprete del deseo,
gran artífice del modernismo literario, inmenso bardo que fue capaz de meter a
Dios Padre y a Eros en el mismo verso sin que éstos se aniquilaron mutuamente, López
Velarde también ha sido comparado con el francés Jules
Laforgue, el argentino Leopoldo
Lugones o el uruguayo Julio Herrera y Reissig. Su obra, como la
de de José Juan Tablada, a quién admiraba mucho Lopez
Velarde, se inserta casi perfectamente, como pieza diminuta de los engranajes de
un reloj, en ese limen de transición entre modernismo y vanguardia. Y no sólo
fue poeta que supo expresar eso que los que le sucedieron llamaron
“modernidad”, sino poeta del amor al terruño. Pues López Velarde cantó como
pocos mexicanos su cariño a las raíces que hurgan en la tierra donde uno, por
un azar, un azar producto de las Moiras griegas, de las doncellas del destino.
Esas raíces con las que se funde el cuerpo después de la muerte.
Diré con una épica sordina: la Patria es impecable y diamantina.
Suave Patria: permite que te envuelva
en la más honda música de selva
con que me modelaste por entero
al golpe cadencioso de las hachas,
entre risas y gritos de muchachas
y pájaros de oficio carpintero.
Patria: tu superficie es el maíz,
tus minas el palacio del Rey de Oros,
y tu cielo, las garzas en desliz
y el relámpago verde de los loros.
¿Quién, entre
los nacionalistas de su tiempo, podía quedar impávido ante esos versos donde la
tierra natal casi aparece como una novia?
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