Del plumero al bisturí: Manuel Díaz Martínez
por Françoise Roy
Una
personalidad es una nutrida reunión de
oradores
y de grupos de presión, de niños,
demagogos,
Maquivelos...Césares y Cristos...
Henry
A. Murray
Los personajes de Manuel Díaz Martínez (son héroes enmascarados:
enarbolan un papel a menudo opuesto al que la tradición les asigna. Así, Dios
es ignorante, y para colmo, fue creado por el Hombre (menuda tarea si hay una).
Pocos se salvan de ese revoltijo de identidades: el filósofo, que debe llevar
en alto la tea de la sabiduría, es liendre; el poeta, máximo representante de
los mundos invisibles, no es sino un mitómano que miente como respira. Tampoco
escapan los objetos, tan inanimados, a esa deliciosa tergiversación de papeles;
un plumero sirve para azotar, el mármol —símbolo por excelencia de lo
inmutable—se torna “reposado” (pienso en una tequila, un brebaje que dejó
asentarse en el fondo las sustancias, la pez que lo componen).
Las formas tampoco se salvan de ese
juego de espejos que cautivará al lector. A veces, la rima, de la que los
poetas contemporáneos rehuyen como de la peste bubónica, es justamente el
recurso predilecto de Díaz Martínez. O bien, el poema —revestido como debería
serlo de la solemnidad del lenguaje metafórico— es rayano con el sonsonete o la
copla, canción de cuna casi. En el cuerpo de sus estrofas, las personas
gramaticales también padecen, no, ofrecen más bien como una dádiva, trastornos
de identidad: la segunda persona, que encabeza muchos de los textos, de pronto
deviene primera y tercera, de tal suerte que los poemas se antojan como un
largo monólogo o diálogo del autor —con ese tiovivo de personas que cumplen con
los papeles de otros, uno ya no sabe cuántas son uno mismo—. Vibrante himno a
los dioses tutelares: la muerte (que sí conoce a uno), el padre (que ahora se
reduce a cenizas), la madre (a quien se le escribe desgarradamente: “Te sigo
escribiendo y tus cartas no regresan./¿Querrá esto decir que están dando en el
blanco?/ Ninguna me han devuelto con el cuño/ Fallecida/O Cambio de
domicilio”), los antiguos enemigos a los que el
autor ya da permiso de perdonarle pues “a nadie lapida ya, a todos abraza”.
¿Una confesión que trae escondida dentro el puñal?
Parte de su obra se antoja una
plegaria que empieza bien, solemne, y de pronto, bajo la pluma agridulce (y que
peca de lúcida) de Díaz Martínez, se enturbia para acabar siendo irreverente,
una hábil refutación que interpela a medio mundo, desde Yuan Pei Fu hasta
Bécquer. Nadie queda incólume. En ese papel de renegado, este gran poeta cubano
le rebata a Quevedo sus ahora epígrafes (¿mediante qué extraña alquimia los
versos se vuelven epígrafes?) según los cuales la muerte sólo es para uno: “No estoy de
acuerdo, don Francisco:/no sólo muere uno para uno:/para muchos, o para
todo,/morimos.”
En una poesía de factura tan
exquisitamente coloquial, alejada de los preciosismos de los que, sospechamos,
se burla él a carcajadas, no podía estar ausente el humor, la sal terrea
de la poesía. No he contado las 8760 horas del año 1995, pero Manuel Díaz
Martínez sí. Contaduría implacable, a la par del preciso escalpelo de ideas que
él pasea peligrosamente sobre el intelecto y la sensibilidad del lector,
arriesgando cortarlo en cada página leída. Su poemario Paso a nivel, por ejemplo, es ambrosía que,
imperceptiblemente, envenena; belleza tan deslumbrante que deja a uno
ligeramente ciego. Y como dice el protagonista de Disgrace, la novela de
J.M. Coetzee: “[…] en mi experiencia la Poesía te habla a primera vista o no te habla
para nada. Un fucilazo de revelación y un fucilazo de respuesta. Como el
relámpago. Como enamorarse. No cabe duda que Manuel Díaz Martínez, en lo
que a sus lectores se refiere, ha
entendido eso desde hace mucho.
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