sábado, 6 de febrero de 2016

Un cuento de mi libro "De icor y granito"



DULCES

El departamento donde vivía el muchacho, un total desconocido, estaba en un edificio aledaño, dentro del complejo habitacional donde vivían las dos niñas. Caramelos: lugar común, recurso de película trillada. Pero era el único ardid que conocía el muchacho.
            Las dos niñas lo siguieron obedientes. Habían aprendido muy temprano el valor de la obediencia. El muchacho introduce la llave en el hueco de la cerradura, la puerta se abre. No necesita a dos niñas. Con una basta, y de las dos (otra vez no brilla por su originalidad) escoge a la mayor, la rubia de ojos azules. Azules parpadean bajo la pradera nevada que cae sobre hombros diminutos en forma de cabello fino, muy lacio, más lacio que el de su hermana. La otra niña, una brunette que es todo ojo, no está a la altura de su fantasía. No es que no sea bonita: las dos niñas son monas, limpias, bien vestidas: se ve que la madre es responsable. Pero si el diablo lo ha de llevar, que lo lleve en Cadillac.
            El muchacho voltea hacia la niña menor, la brunette cuyos ojos parecen dos faros negros custodiando un rostro blanco, y le entrega los dulces. Puedes irte, le dice: ambos —la niña y el muchacho— han conseguido su botín. La hermana, explica el joven, se quedará con él un poco más. Así fue que la menor regresó a casa y le contó lo sucedido a la madre, mientras abría la manita para enseñarle los caramelos. La madre la increpa. ¿Dónde? ¿En qué departamento? ¡Acuérdate qué puerta era! ¡Dios mío, hay que hablarle a la policía! La niña de seis años no entiende qué tiene que ver la policía con un puñado de dulces entregados con sonrisa benévola. Pero tiene buena memoria, y encuentra el camino a casa del muchacho entre todos los pasillos que constelan el unidad habitacional. La madre toca como posesa la puerta señalada al mismo tiempo que le ordena a la chiquita correr de regreso al departamento y encerrarse sin abrirle a nadie hasta que llegue el padre. 
            La niña rubia está en la sala con el muchacho. La madre irrumpe en el departamento (en su precipitación el muchacho ha olvidado cerrar la puerta con llave) y se abalanza sobre su hija, vestida aún. La toma suavemente del brazo y empieza a interrogarla, mientras mantiene al joven a rayas. “¿Qué te hizo, hija? ¡Habla por favor!” “Nada, mamá. No me hizo nada. Sólo me enseñó cosas”. “¿Qué cosas? ¡Dime por el amor de Dios!” “No me hizo nada, mami, sólo me enseñó cosas…” “¿Qué cosas?” “Sólo se bajó los pantalones, mami.” “¿No te tocó?” “No, sólo se bajó los pantalones. Yo sólo miraba los caramelos”. “¿Segura?” “Sí mamá, está loco, sólo se bajo los pantalones”.
            En la noche la otra niña, la que delató al secuestrador en ciernes, escucha sin entender bien a bien por qué tanto alboroto en casa. Se acuerda todavía del sabor de los dulces. Se siente decepcionada de no haber sido elegida. Se siente fea, y jamás antes había deseado con tanto ahínco ser una rubia de ojos azules como su hermana mayor. Durante días, los padres discuten acaloradamente. “¡Tienes que denunciarlo!”, clama el padre. La madre, ante las objeciones del padre, sacude la cabeza. Defiende al agresor: el muchacho es un rechazado, viene de casas hogares, es uno de los suyos. Ella sabe lo que es llorar a solas en la cama de un orfanato, a los cuatro años, y que nadie acuda. No va a hacer que encarcelen a un crío. La sociedad no enjaretará antecedentes penales a quien ya pagó su deuda en lágrimas a lo que los griegos llamaban las Moiras. Por muy infractor que sea, el joven ya saldó su adeudo en el banco invisible de los acreedores cósmicos. No ha tocado a su hija. Por muy madre que sea, no lo denunciará. “Siento que con haber amonestado al muchacho (No lo vuelvas a hacer nunca, ¿me oyes?), basta. Estoy segura de que mi advertencia surtió efecto, que el muchacho recapacitó”. El Ángel de la Misericordia se antepone al Ángel Exterminador; le bloquea el camino extendiendo el brazo o desplegando el ala en forma de escudo. Una mejilla golpeada, la otra intacta.
El padre protesta vehementemente: la hija menor lo oye decir atrás de la puerta que no está de acuerdo con el veredicto de inocencia. “¿Y si vuelve a hacerlo? ¿Si la siguiente vez va más lejos? Esto no es la novela de Tournier, El rey de los alisos, donde un pedófilo en potencia se rodea de niños, pero no les hace nada”, alega el padre, que es profesor de Literatura. “Yo no conozco esa novela”, contesta su esposa, “pero te digo que la cosa no va a pasar a mayores. El chico ya aprendió su lección”. “¿Y si llega a matar a una criatura? ¡Tienes la obligación de denunciarlo! No te puedes mirar en el lago bruñido que es la vida de un muchacho infeliz, aficionado a las niñas chiquitas, y no decir nada, por Dios, mujer! Yo mismo voy a ir a la policía”. “No sabes dónde está el departamento”, respiga la señora, “y no metas más a tus hijas en eso. Tal vez el muchacho sólo quería un testigo, imparcial por ser tan joven, de su virilidad,”. “¿Testigo una niña de siete años? ¡Pero estás loca de remate! (o “testiga”, qué misóginas las lenguas latinas, piensa la madre, que sólo quien es portador de testículos pude dar un testimonio fidedigno). “¿Quién sabe qué iría a hacerle a María si no llegabas tú!” “¡Sí, testigo, querido, sólo quería eso el muchacho; no iba a violar a nadie!” “¡Esto no se va a quedar así, mujer! Te inclinas en la superficie calma del agua que es la vida de un muchacho poco favorecido por el destino, y sólo ves tu propio rostro. No ves a niñas asesinadas por un pervertido que gracias a tu silencio va a eludir la cárcel preventiva. ¡No piensas en los dulces listos para ser repartidos a otras criaturas incautas por ese puerco, y no me importa que sólo tenga 16 años!!
            La hija menor se durmió al compás de la discusión inexplicable que se había desatado entre los padres. No entiende las palabras “testigo”, “incautas”, “violadas”, “cárcel preventiva”. Sólo sabe lo feo que se siente, a los cinco años, no haber sido elegida como la más bonita.

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