DULCES
El
departamento donde vivía el muchacho, un total desconocido, estaba en un
edificio aledaño, dentro del complejo habitacional donde vivían las dos niñas.
Caramelos: lugar común, recurso de película trillada. Pero era el único ardid
que conocía el muchacho.
Las
dos niñas lo siguieron obedientes. Habían aprendido muy temprano el valor de la
obediencia. El muchacho introduce la llave en el hueco de la cerradura, la
puerta se abre. No necesita a dos niñas. Con una basta, y de las dos (otra vez
no brilla por su originalidad) escoge a la mayor, la rubia de ojos azules.
Azules parpadean bajo la pradera nevada que cae sobre hombros diminutos en
forma de cabello fino, muy lacio, más lacio que el de su hermana. La otra niña,
una brunette que es todo ojo, no está
a la altura de su fantasía. No es que no sea bonita: las dos niñas son monas,
limpias, bien vestidas: se ve que la madre es responsable. Pero si el diablo lo
ha de llevar, que lo lleve en Cadillac.
El
muchacho voltea hacia la niña menor, la brunette
cuyos ojos parecen dos faros negros custodiando un rostro blanco, y le entrega
los dulces. Puedes irte, le dice: ambos —la niña y el muchacho— han conseguido
su botín. La hermana, explica el joven, se quedará con él un poco más. Así fue
que la menor regresó a casa y le contó lo sucedido a la madre, mientras abría
la manita para enseñarle los caramelos. La madre la increpa. ¿Dónde? ¿En qué
departamento? ¡Acuérdate qué puerta era! ¡Dios mío, hay que hablarle a la
policía! La niña de seis años no entiende qué tiene que ver la policía con un
puñado de dulces entregados con sonrisa benévola. Pero tiene buena memoria, y
encuentra el camino a casa del muchacho entre todos los pasillos que constelan el
unidad habitacional. La madre toca como posesa la puerta señalada al mismo
tiempo que le ordena a la chiquita correr de regreso al departamento y
encerrarse sin abrirle a nadie hasta que llegue el padre.
La
niña rubia está en la sala con el muchacho. La madre irrumpe en el departamento
(en su precipitación el muchacho ha olvidado cerrar la puerta con llave) y se
abalanza sobre su hija, vestida aún. La toma suavemente del brazo y empieza a
interrogarla, mientras mantiene al joven a rayas. “¿Qué te hizo, hija? ¡Habla
por favor!” “Nada, mamá. No me hizo nada. Sólo me enseñó cosas”. “¿Qué cosas?
¡Dime por el amor de Dios!” “No me hizo nada, mami, sólo me enseñó cosas…”
“¿Qué cosas?” “Sólo se bajó los pantalones, mami.” “¿No te tocó?” “No, sólo se
bajó los pantalones. Yo sólo miraba los caramelos”. “¿Segura?” “Sí mamá, está
loco, sólo se bajo los pantalones”.
En
la noche la otra niña, la que delató al secuestrador en ciernes, escucha sin
entender bien a bien por qué tanto alboroto en casa. Se acuerda todavía del
sabor de los dulces. Se siente decepcionada de no haber sido elegida. Se siente
fea, y jamás antes había deseado con tanto ahínco ser una rubia de ojos azules
como su hermana mayor. Durante días, los padres discuten acaloradamente.
“¡Tienes que denunciarlo!”, clama el padre. La madre, ante las objeciones del
padre, sacude la cabeza. Defiende al agresor: el muchacho es un rechazado,
viene de casas hogares, es uno de los suyos. Ella sabe lo que es llorar a solas
en la cama de un orfanato, a los cuatro años, y que nadie acuda. No va a hacer
que encarcelen a un crío. La sociedad no enjaretará antecedentes penales a
quien ya pagó su deuda en lágrimas a lo que los griegos llamaban las Moiras.
Por muy infractor que sea, el joven ya saldó su adeudo en el banco invisible de
los acreedores cósmicos. No ha tocado a su hija. Por muy madre que sea, no lo denunciará.
“Siento que con haber amonestado al muchacho (No lo vuelvas a hacer nunca, ¿me
oyes?), basta. Estoy segura de que mi advertencia surtió efecto, que el muchacho
recapacitó”. El Ángel de la
Misericordia se antepone al Ángel Exterminador; le bloquea el
camino extendiendo el brazo o desplegando el ala en forma de escudo. Una
mejilla golpeada, la otra intacta.
El padre
protesta vehementemente: la hija menor lo oye decir atrás de la puerta que no
está de acuerdo con el veredicto de inocencia. “¿Y si vuelve a hacerlo? ¿Si la
siguiente vez va más lejos? Esto no es la novela de Tournier, El rey de los alisos, donde un pedófilo
en potencia se rodea de niños, pero no les hace nada”, alega el padre, que es
profesor de Literatura. “Yo no conozco esa novela”, contesta su esposa, “pero
te digo que la cosa no va a pasar a mayores. El chico ya aprendió su lección”.
“¿Y si llega a matar a una criatura? ¡Tienes la obligación de denunciarlo! No
te puedes mirar en el lago bruñido que es la vida de un muchacho infeliz,
aficionado a las niñas chiquitas, y no decir nada, por Dios, mujer! Yo mismo
voy a ir a la policía”. “No sabes dónde está el departamento”, respiga la señora,
“y no metas más a tus hijas en eso. Tal vez el muchacho sólo quería un testigo,
imparcial por ser tan joven, de su virilidad,”. “¿Testigo una niña de siete
años? ¡Pero estás loca de remate! (o “testiga”, qué misóginas las lenguas
latinas, piensa la madre, que sólo quien es portador de testículos pude dar un
testimonio fidedigno). “¿Quién sabe qué iría a hacerle a María si no llegabas
tú!” “¡Sí, testigo, querido, sólo quería eso el muchacho; no iba a violar a
nadie!” “¡Esto no se va a quedar así, mujer! Te inclinas en la superficie calma
del agua que es la vida de un muchacho poco favorecido por el destino, y sólo
ves tu propio rostro. No ves a niñas asesinadas por un pervertido que gracias a
tu silencio va a eludir la cárcel preventiva. ¡No piensas en los dulces listos
para ser repartidos a otras criaturas incautas por ese puerco, y no me importa
que sólo tenga 16 años!!
La hija menor se durmió
al compás de la discusión inexplicable que se había desatado entre los padres.
No entiende las palabras “testigo”, “incautas”, “violadas”, “cárcel
preventiva”. Sólo sabe lo feo que se siente, a los cinco años, no haber sido
elegida como la más bonita.
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