Monique Proulx: de auroras casi boreales y
otras historias
Yo leí la versión original del libro
de cuentos de Monique Proulx antes de su traducción. Al presentar hoy la
versión del mismo al castellano, empiezo mi alocución curándome en salud,
alegando que la buena literatura siempre es traducible y tiene carácter
universal: la traducción de este libro, además, es cuidada y tiene muy buena
factura, por lo que el lector hispanófono encontrará en él, sin lugar dudas, el
mismo cofre de tesoros que yo encontré. A los puristas que desprecian las
traducciones diciendo que leerlas es como besar a través de un velo, contesto
lo que siempre contesta una colega mía que escribe en galés: “Y sin embargo, es
mucho mejor que no besar para nada.”
Los personajes de los cuentos que
presento se quedaron conmigo un tiempo, una suerte de fantasmas, como si no
hubieran querido irse y mi mente fuera un hogar adecuado para ellos, una morada
sustituta donde alojarse tras su huida de las páginas de un libro. No sé si eso
habla bien o mal de ese remedo de morada que es mi mente, porque casi todos los
seres humanos que pueblan Las auroras
montreales son personajes que yo llamaría liminares. Son gente que se mueve
en lugares parecidos al limbo – que según la Iglesia católica ya no existe – , en la periferia de lo que la sociedad
considera ad hoc: una niña apenas
núbil que vende favores sexuales en las calles de Montreal; un solitario que
tiene que llevar su gata moribunda al veterinario y se enfrenta con un duelo
que le trae un pesar desconocido ; un inmigrante latinoamericano que por
primera vez en su vida ve caer nieve, y pasada la emoción de la novedad, tendrá
que adaptarse a un Primer Mundo ordenado, aséptico, sin hambre pero sin color,
y con el ronroneo de un refrigerador como único ruido; una muchacha que con el
trasfondo político del referéndum para la independencia de Québec tiene que
despedirse de uno de esos príncipes azules que se destiñen a la primera lavada
; un vendedor de zapatos anónimo en su momento de gloria porque trató de salvar
una suicida que se dejó caer en los rieles del metro ; un huérfano que llama
desde un teléfono público a mujeres que no conoce, y cuyos nombres empiezan
sucesivamente por las letras del alfabeto porque no se atreve a hablarle a la
que realmente importa; un don nadie que no es lo suficientemente elegante como
para que una empleada le cambie un cheque.
Aquí no se trata de los personajes
de Borges, escasamente liminares, protagonistas de sucesos extraordinarios. Los
personajes borgianos se ubican siempre en el centro, no en el borde, ni la
orla, ni la orilla: un aprendiz de brujo que descifra el mensaje oculto en las
manchas de un leopardo, un incauto que descubre un hueco por donde asoma el infinito
abajo de una vil escalera, un erudito cabalístico que descubre una conspiración
criminal, un hombre con una memoria sobrenatural. No, los personajes de ese muy
logrado libro de cuentos son desgarradores en su sencillez, su condición de excluidos,
de fracasados amorosos, de huérfanos. Lo extraordinario en ellos es su
desamparo: su condición liminar misma justifica que se concrete la anécdota cada
cuento. Pienso, por ejemplo, en Pierrot, que debe enfrentar la enfermedad
terminal de su mascota: la profundidad con que la autora aborda la arista filosófica
de una pérdida aparentemente banal atestigua de una notable maestría artística
de parte de su autora.
Los animales son seres estéticos pero
limitados, tienen almas toscas que no exigen un apego excesivo. Es malsano, y
sin duda degenerado tener por los animales sentimientos que están reservados a
los humanos. Cuando los gatos mueren, se les reemplaza por otros gatos, o por
perros, más capaces todavía de acompañar al hombre en sus periplos guerreros.
[Sin embargo] cada ser que muere es una pérdida irremplazable. Los seres vivos
no son intercambiables. Necesitó 47 años para adquirir esta revelación que lo devasta.
El hecho de que yo me acuerde de
manera vívida de este cuento tejido alrededor de una anécdota en apariencia
banal mucho después de haberlo leído dice mucho acerca de la admirable pericia
narrativa de su autora. Porque el cometido de la gran literatura es justamente
eso: poder sacar de un dato, de un acontecimiento, de una historia mínima, las
perlas ocultas bajo las valvas de cualquier dato, acontecimiento o historia.
Monique Proulx sabe abrir no sólo la concha de hecho ficcional, sino también la
del corazón. Pienso, por ejemplo, en el pobre diablo que quiere cambiar un
cheque mientras todos los que lo observan, por su apariencia de delincuente,
asumen que el cheque no tiene fondos. Recalco aquí las dos líneas finales,
contundentes, del cuento:
Vuelve a tomar el cheque. Comprende.
El cheque es bueno, sin lugar a dudas. Sólo él no lo es.
Una corte de los milagros moderna,
urbana, nos ofrece esa gran cuentista que es Monique Proulx. Como todo escritor
cumplido, la autora no escatima recursos literarios para seducir al lector:
humor, como en el de la mujer partidaria de la independencia que tiene un amorío
fallido con alguien que, políticamente, sería su contrincante de votación ;
erudición e intertextualidad en las historias donde aparecen, aunque sea
tangencialmente, escritores, artistas o filósofos ; poesía por la sutileza de
las metáforas que ella utiliza para describir estados de ánimo, escenarios,
actos ; flashbacks, como en las narraciones donde se cruzan y traslapan los
tiempos ; perspicacia sicológica, evidente en las ficciones donde se enfrentan
madres e hijas o amantes desunidos ; variaciones de nivel de lenguaje según los
antecedentes del protagonista; diálogos, que al salpicar las páginas del libro
dan a sus protagonistas un corte histriónico digno de las tragedias griegas ;
simplicidad y concisión, con la que quien narra alumbra la cotidianeidad con
luces de color.
Sólo me resta recomendar efusivamente este libro: sin lugar a dudas, merece mejor destino que el que padecen la mayoría de los personajes, por muy conmovedores que sean, que le dan vida. Toda literatura, a fin de cuentas, es cuestión de palabras: si bien la materia prima del texto son las emociones, éstas no se pueden extraer del suelo del alma — tanto del escritor como del lector — si son imprecisas, superficiales o superfluas. Cuando es así, nace un texto mediocre. De no ser como flechas, las palabras no dan en el blanco. Monique Proulx, con los diálogos de sus personajes y sus propias reflexiones — ya sea en calidad de narradora omnisciente o a través de confesiones escritas en primera o segunda persona — entendió exactamente lo que quería decir otro de los grandes en ese oficio que es ser artista y escribano, Louis-Ferdinand Céline, cuando en Viaje al fin de la noche, dijo esto acerca de las palabras: Las palabras, pues las hay que se ocultan entre las otras, como guijarros. Uno no las reconoce en especial, pero helas aquí, y de repente lo hacen temblar a uno, estremecen toda la vida que le pertenece a uno [...]. Entonces entra uno en pánico ... Hay una avalancha ... Uno queda como un ahorcado colgado encima de las palabras ... Es como una tormenta que llegó, que ya pasó, demasiado fuerte para usted, tan violenta que nunca la hubiera creído posible sólo con eso de soltar sentimientos ... Así que uno nunca desconfía lo suficiente de las palabras, ésa es mi conclusión.
Si los
minúsculos héroes de Las auroras
montreales no fueran tan anónimos, tan liminares, casi diría que tienen el
poder de causar la avalancha a la que aludía Céline. Y si tiene razón Antonio
Porchia con su aforismo que dice Las
pequeñas cosas, al ser tocadas, casi siempre sobreviven; no así las grandes
cosas. Pues Monique Proulx, con sus pequeñas cosas, sí logra provocar un
alud en el alma de sus lectores. Y no hay mejor alud que el que desencadena una
gran obra de arte.