sábado, 6 de febrero de 2016

Seís poemas



Horario


Pon la hora correcta;
mueve soles y manecillas
al compás de la traslación.

(“... Arreglen el reloj. Un reloj que no camina causa
mala impresión. Uno piensa: Aquí todo marcha mal.”)

Si “el objeto es el reposo de la potencia que lo desea”,
esa máquina de atrapar el tiempo
                                  saturninamente precisa
                      soy yo dentro de ti.


Rutilo

Rutilo: punto de fusión 2.378,2 K. Soy hermana de leche de Gregorio Samsa: como él, no sé en qué tribunal me condenaste, qué cargos fueron retenidos en mi contra. Y en ebullición, nuestros corazones en la caldera de la madrastra se descomponen para formar sesquióxido de titanio. Me gusta la palabra: sesquióxido, sesquicuadratura. Tú, papá, que fuiste químico, sabes que el rutilo sirve de base azul para colorantes  automotrices y vuelve amarilla la joyería artificial. Rutilo amarillo tímido, como un sol que brillara hacia adentro. Sabes que con su red cristalina tetragonal distorsionada, el rutilo exhibe un módulo de tensión de 4,1 TPa/cm2 (y nuestros propios módulos de tensión, Dios santo, ¿quién los veía?), dureza que lo hace útil para los cortadores de vidrio (la madrastra es buena cortadora, corte que corte, nada de mies, ni siembras al volateo). En 1951 (me faltaban ocho años para nacer) el rutilo se utilizó como sustituto del diamante (¿me das un diamante, aunque sea de mentira?) y ahora para gemas de fantasía. Gemas (de gema, fui a fruto; de fruto a pupa; de larva a semilla de algo que ni tú, ni yo, sabemos para qué sirve, qué criatura saldrá de ahí hirsuta o espinosa). Sea yo, entonces, como el rutilo que resiste al ataque químico (sólo pueden dañarlo el ácido fluorhídrico y el sulfúrico, concentrado y en caliente). De esos ácidos, papá, has recolectado hartos en tu cama en los últimos años, los del amanecer-ocaso, y ni el agua regia te podría disolver. Aguas regias sean nuestro medio de nado, nuestro elemento (“regia”, de “reyes”, de nuestro apellido, Roy, que casi ha dejado de ser mío). Pero el papiro del título de nobleza se va desdibujando con los siglos de convivencia. Y el rutilo, acuérdate, padre, es insoluble en agua.


Dulces recuerdos de infancia


Mamá:
te veo pasar aún por el cielo
            montando tu escoba,
tus largos cabellos de plata
como la cola de un cometa
entre las nubes.

He aquí el esposo,
con su pelo ensortijado y su barba negra,
que de pronto, sí,
                        me mira
                                    como tú mirabas.


La pupila cosida con sedal

La pupila cosida con sedal
y las imágenes que se enganchan
en el corchete del iris
como peces que mordieron el anzuelo.

Un espejismo en el espejo, casi.



Tintero de vitriol


Una carta. El veneno que embebe las letras.
Buitres dando vueltas encima del escritorio
como papirolas. Tintero de arsénico
donde remoja la punta en bisel de una pluma 
que perdió un ganso (¿o sería un cisne,
como en el mito de Leda) dos siglos atrás,
antes del bolígrafo: dos siglos de odio
con las palabras bañando en su propio ectoplasma.
Un ganso desplumado, y una carta de insultos:
triste noche de aluviones, baile nupcial de adjetivos
(ah, las hermosas libélulas de las letras)
para los que el diccionario de hoy se queda corto.




Camisa de fuerza

Me sostenían contra la pared 
con una camisa de fuerza
                 hecha de terciopelo,
enguantados los tres en terciopelo,
enfermeros improvisados. 
Los tres veían en la vestimenta de sus manos,
en el velmez que me cubría el pecho, terciopelo. 
Yo no: en lugar de terciopelo, sayal. O cartón. 
O cáscara de chayote.
Para las princesas de los cuentos es el terciopelo,
no para las niñas huérfanas.

De huérfana, yo pasé a apátrida: 
retruécanos del azar, 
desliz mío por algún hueco mal custodiado. 

Pegada yo todavía a la pared, 
los tres aún intentan ponerme la mordaza. 
Bonito lío, esa operación de amordazar a un mudo, 
mudos callando a una muda.
Pero la mordaza pasó de freno a listón translúcido, 
de cerrojo bucal colado en hierro a guirnalda invisible. 
Ellos no advirtieron la metamorfosis de la mordaza,
que veleidosa iba cambiando de aspecto
según el ángulo de la luz.
Y al rato cayó la mordaza, 
como la escama de un reptil que muda de piel.
Ellos la recogieron espantados y me la volvieron a poner.
Papá jamás fue hábil para colocar mordazas, 
otros eran sus dones. Hoy escribo.
 

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